miércoles, 15 de diciembre de 2010

Lecciones de El Padrino


-Mirá, es mejor que lo resuelvas vos, porque yo no tengo nada que decirle al nene…
-Bueno, pero no sé qué es… pasame con él, por lo menos ¿es grave?
-Para mí no… pero para vos…- (Alerta roja)
-Bueno, pasame con él, dale…
-Hola, Martín, contame qué te anda pasando…
-Nada, pa, nada…
-No seas salame, contame…
-Te vas a enojar…
-Bueh… Decímelo y listo…
-Pa, me hice de Boca…
-¿Cómo? Perdoname, pero no te escuché bien que te hiciste de qué la recalcada madre del mono ¿de qué te hiciste vos? Te voy a matar cuando te agarre, pasame con tu madre, pasame con tu madre…
-Te dije…
-Te dije qué, te dije qué… Ese fue tu hermano. Ya van a ver todos ahí, ya van a ver…

Jueves a la noche. Mesa de hombres. Lucas, el asesor del senador, mi amigo Mariano, y un nuevo integrante: Ezequiel. Editor de Cultura de una revista pretenciosa. Viste un pantalón príncipe de Gales, una remera ajustada negra y un sobrero a lo Frank Sinatra. Para mí es un paparulo pero él está convencido de que es un lindo tipo. Y convence, por lo pronto, a las minas del restaurante, porque varias de ellas se dan vuelta para mirarlo. Encima es simpático, con sus anteojitos rectangulares, su sonrisa tilinga y su voz engolada que grita: “Vos sos el recién separado, queriiiido”, dice así, sí, alargando la i el muy tilingo. Y las mujeres de la parrillita palermitana se dan vuelta y cambian el gesto meloso, por la piedad en el mejor de los casos, cuando no, por el del desdén socarrón, como quien dice “Y claro, cómo no te van a dejar adefesio con esa remera cuello en V toda arrugada que tenés puesta”.
Se sienta y empieza a hablar de fútbol. Se sabe todo. Desde el último equipo de la liga española hasta los delanteros de Atlanta. Sería un tipo insoportable si no fuera tan agradable. “Menos mal que sos de River, así podemos ir los cuatro al monumental”, dice, mientras ordena “unas entrañitas a las finas hierbas con mil hojas de papa”. La moza me mira y le digo con humildad: “Napolitana con fritas”. “Buen plato”, dice simpática y se va. “Bien, campeón, bien… pidiendo el plato de la temporada… la mataste…” Y yo sonrío con una mueca tonta preguntándome por dentro desde cuándo una milanesa con fritas es signo de status.
Cuento mi caso. Les hablo de Martín, de que se quiere hacer de Boca. Por primera vez, veo gestos de preocupación en Mariano y Lucas. “Un hijo que no es del mismo cuadro que el padre es un traidor. Es un desequilibrio en el mundo”. Después les hablo de mi cuñado. De ese desagradable muchacho engreído el benjamín de la familia de mi ex un clasemediero inculto con auto importado que vive refregándoselo a los demás que no lo soporto y que encima anda siempre con las mejores minas y que la flaca siempre usó como modelo porque su hermanito esto y aquello y es él seguro porque quién otro va a meterse a joderme la vida con un tema así porque él bostero es él seguro que es él…
Después, Ezequiel propone un segundo tema de conversación: Películas que a uno lo hacen hombre: El Padrino, claro, enseña frialdad y contundencia. Corazón Valiente, porque alguna vez hay que robarle la dama a un rey. La saga de Rocky, para saber que uno siempre puede volver a ser un pelandrún en la vida y no olvidarse de dónde viene ni cuánto transpiró para llegar. Y Cyrano de Bergerac, porque todo hombre tiene una mujer a la que nunca se animó a confesarle su amor de toda la vida. Tomo nota.
Termina la cena: Ezequiel propone que pongamos fecha fija para el próximo encuentro. Concertamos la cita.
Tomo el coche. Borracho. Voy hasta la puerta de la casa de la flaca y de los chicos. Para sufrir un poco estos tres meses de paria que llevo. Freno delante de la casa. Veo el resplandeciente auto de mi cuñadito. Tomo la victorinox. Camino lentamente hasta el auto. Empiezo a rayarlo con odio. Cuando empieza a sonar la alarma corro hacia mi coche y huyo.
A la mañana siguiente, me despierta el celular. Es Martín.
-Pa, lo estuve pensando mejor, el tío me dice que es mejor que yo siga siendo de River…
Sonrío maquiavélicamente. El mundo ha vuelto a equilibrarse.

Publicada en la revista Bacanal de Diciembre.

martes, 7 de diciembre de 2010

Perdidos en Praga


Hernán Brienza
La culpa fue de Lucas, el asesor del Senador. Me llamó y me dijo: “¿Tenés el pasaporte listo?”. Asentí. “Perfecto. Te vas a Praga”, ordenó. “¿Perdón?”, consulté sorprendido. “Mirá, hay un Congreso sobre Institucionalidad en las nuevas democracias, Mariano me pasó tu trabajo sobre violencia y constitución, y me gustó y como van un par de politólogos y constitucionalistas y yo no tengo ganas de ir, vas vos. Así, de paso, te refrescás el marote, claro”. No conocía Praga. En los noventa habíamos aprovechado con “la flaca” para recorrer Europa, pero no habíamos logrado pasar de Viena. Por eso acepté gustoso la gauchada. Y allí fui con mi ponencia y mi mal inglés a un Hotel Art Nouveau de la Plaza San Wenceslao sin saber lo que me esperaba.
La vi por primera vez en el desayuno. Le fui transparente, como suelo ser desde hace varios años para casi todas las mujeres. Ni me miró. Pasó con su pelo lacio castaño oscuro rebajado con un mechón sobre la frente, no debía medir más de 1,65, era delgada, de ojos marrones dulzones, de nariz personal y boca apenas generosa. Me le paré adelante y le mandé un “exquiusmi”. Sonrío, irónica, y respondió: “Todo bien”. Allí descubrí tres cosas: que su mirada era algo vanidosa, que guardaba un secreto desdén y que nunca sería mía. La crucé nuevamente a la noche. Le dije que no la había visto en el Congreso. Me explicó que estaba como turista, que era arquitecta, y que venía de un encuentro profesional en una ciudad alemana de muchas consonantes, que estaba con una amiga y se iba dos días después.
Al día siguiente expuse en el congreso. No se esforzaron mucho los presentes en alimentar mi ego, ya que aplaudieron con poco entusiasmo. Me encogí de hombros y me fui a recorrer la ciudad. La crucé a Alejandra en la plaza vieja. Sonrió como si me hubiera estado esperando. Llevaba con mucha prestancia ese aire de chica bien del conurbano y me dijo: “No vas a ser el próximo gran teórico latinoamericano ¿no?”. Sonreí. Ella miraba como una nena el reloj astronómico de la municipalidad vieja y yo miraba su perfil. Sin voltear la cabeza, me miró de reojo y me dijo juguetona: “¿Qué mirás, pibe?”. La invité a cenar. Aceptó, claro. Pero antes puso condiciones. “No te ilusiones, cuando vuelva me caso con mi novio de toda la vida”, dijo, como quien sabe que está enamorando.
De noche estaban bellísimas Praga y ella. Fuimos a cenar a un restaurante eslovaco. Ella me habló del futuro que la esperaba, yo del pasado que me derruía. Tenía 28 años y yo 40. Yo le hablé del destino –los hombres cuando queremos conquistarlas siempre citamos a Borges-, ella, de las coincidencias –las mujeres cuando saben que gustan buscan signos en todas partes-. Los dos tomamos cerveza negra, los dos gustamos de Kafka, los dos nos maravillamos con Gustav Meyrink y anhelamos la magia del Golem por las juderías de noche.
Afuera, hacía frío. Me gustó su nariz colorada por la baja temperatura. Y la forma en que miraba pidiendo refugio. Caminamos rumbo al puente Carlos IV. Ella me enseñaba los distintos estilos arquitectónicos, yo le hablaba de hazañas de antiguos guerreros devenidos en traidores, de primaveras detenidas por tanques y de tradiciones caballerescas ancestrales. Desde el puente se veía el castillo y la catedral gótica de San Vito iluminada desde abajo. El moldava ponía la música de fondo al violinista que hacía crujir en el aire una vieja tonada bohemia. Éramos un hombre y una mujer desamparados. Ella temía al futuro y yo al pasado. No tuvo piedad. Llevó su mano a mi pecho, lentamente y me besó. Despacio, con densidad, con dulzura. “Para que siempre recuerdes a Praga y para que nunca te olvidés de mí”, susurró. Volvimos abrazados al hotel, besándonos en cada recoveco. En la puerta de su habitación se despidió. Me dijo que no, que no quería compartir su cama, que la entendiera. La entendí. Le pedí su celular. Sacó una birome y escribió su número en mi mano. Supe en su mirada triste que el teléfono era falso. Ella cerró la puerta y yo lloré, de espaldas. Entonces, ella volvió a abrirla. “No seas tan cursi, pibe”, dijo rea. Cuando me di vuelta, me guiñó un ojo pícara, los tenía húmedos. Después, cerró la puerta. Y no volví a verla nunca más.
Publicado en Bacanal en el número de Noviembre.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Volver a los 17


Hernán Brienza

Volver a los 17. Después de vivir un siglo. O, lo que es casi lo mismo, de estar tres años de novio y 14 de casado. Volver a tener “de repente” un domingo para hacer lo que siempre quería hacer y no podía. Y no es que no podía porque “la flaca” se ponía en difícil. Si no porque siempre fui un buen marido. Un mal amante, es posible, pero un buen marido que disfrutaba de compartir el tiempo libre con la “asociación ilícita” como llamábamos a eso que todos los demás denominan “familia”. Volver a pisar la escalinata que lleva hasta el cielo. Sentir que uno ya no es el mismo, que las rodillas crujen, que los kilos de más no sólo pesan en el orgullo, que falta el aire, que uno boquea, que necesita parar, tomar una limonada, comer unas papas fritas en el primer descanso.
-Dale, metele, que llegamos tarde…- grita Mariano desde arriba, socarrón.
Y yo le meto y le meto, pero esto hace unos años no era así, los escalones eran menos, no sé, había menos distancia entre unos y otros. En un momento se terminaban…
Durante todo el ascenso, se escuchan los gritos, los cantos, la alegría. Sin embargo, cuando llegás a la última plataforma, se produce un silencio extraño, como esa famosa calma antes de la batalla. Mariano me espera con un vaso de coca, si es que se le puede llamar coca a este líquido entintado que los muy hijos de puta te cobran dos dólares y medio. Porque es así, la convertibilidad terminó hace exactamente ocho años, pero los concesionarios de los puestos de bebidas y hamburguesas de acá te cobran en dólares porque los insumos de mezclar agua con coca ellos lo pagan en verdes. Capitalismo criollo, le dicen, das un paso y te caga.
Por suerte tenemos el río. Para poner los brazos en jarra y mirar el río marrón surcado por veleritos y embarcaciones. Y ahí es cuando entendés que sos un gil a vapor. Porque estás acá matándote subiendo las escaleras y no estás allá, tomando una buena cerveza, dorándote al sol, acompañado de un par de mujeres. Mariano me presenta a Lucas, “el asesor del senador que te conté”. Impecable el tipo. No entiendo por qué está en la San Martín alta y no en un palco, o con el tipo del barquito. Entonces, Mariano, me presenta: “Este es mi amigo, el que te conté que recién se separó y vuelva después de 17 años a la cancha…”
O sea, ¿se entiende, no? No dijo, “el abogado del que te hablé”, o “mi amigo el que se la pasa leyendo historia argentina y literatura”, no dijo “mi hermano de toda la vida, el de Villa Crespo” o “el que vio en la Bombonera los dos goles de Alonso con la pelota naranja”. No. El muy recalcado hijo de puta dijo: “el que recién se separó”. O sea, no soy otro que el “recién separado”. A tener en cuenta la mirada del tal Lucas: como diciendo ahora viene lo bueno, vos tranquilo. Y se manda la frase en busca de complicidad: “Un hombre nunca sabe todo lo que gana cuando pierde una mujer”. Y sonríe, canchero.
No me gustan los tipos cancheros.
Caminamos hacia la puerta de ingreso a la bandeja. Es el momento más emocionante, quizás. Cuando ves las tribunas repletas, los colores amados, cuando el sol te pega en la cara y ves el verde chillón del césped, cuando escuchás con nitidez los cantos de la hinchada, cuando lees las banderas del corazón, y salen los jugadores y Ángel Cappa saluda a la platea y se sienta en el banco y salen los amargos de Independiente y suena el celular y es ella que te nombra y que te dice con voz dulce: “Nada, sólo quería desearte suerte para el partido y que ganen…”
Y vos que te querés morir: porque separarte de una bruja hinchapelotas es lo mejor que te puede pasar. Pero que te deje de un día para otro la mujer de tu vida no hay frasecita socarrona y machista que te cure. Aunque este 3 a 1 del primer tiempo por lo menos calma.
Publicado en Revista Bacanal de Octubre