sábado, 10 de diciembre de 2011

Malas señales



La primera señal de alerta la percibí un lunes frío de octubre. Fui a buscar a los pibes a la casa de la flaca y ella tenía una mirada lánguida, el cabello apenas despeinado, acomodado atrás de las orejas y cuando levanté a Fiorella sonrío y suspiró. La miré y pensé para mis adentros: “Algo le pasa, está distinta”. Temí lo peor, claro. Que su nuevo amiguito “le había hecho un pibe” y no sabía de qué manera decírmelo. Iba en el auto con los chicos, tratando de hacerme fuerte y pensaba que ya era hora de que me olvidara de mi matrimonio, que después de todo sólo quedaba la música de nuestro amor, que habíamos logrado tener una separación en buenos términos, que después de un año me había habituado a ser este perdedor solitario, empecinado, autoboicoteador, fóbico, desaxeuado, panzón, desgreñado, desordenado, abúlico, consumidor de películas medievales, capaz de encerrarme días enteros a mirar Lost, Tudor, Roma, The Game of Thrones, lector voraz de historia antigua, cuyo único deporte para dormirse las noches de insomnio es recitar una y otra vez el listado completo de emperadores romanos desde Octavio Augusto hasta Rómulo Augusto…
-Papiiii…
-Qué Fiore, ¿qué?
-No me escuchás nunca vos –protesta haciendo pucheros Draculita.
-Estoy manejando, Fiore, ¿qué pasa?
-Nada, que me parece que nos vas a tener que comprar un gato como Enzo o un perro si no…
-¿Para qué querés una mascota?
-Es que hace mucho que no viene Rocky y lo extrañamos… Y mamá está como triste y no quiere jugar con nosotros…
-Ah… -silencio imperturbable- bueno, veamos…
Definitivamente, esta vez la señal era clara. La flaca no estaba pasando un buen momento. Respiré aliviado. Seamos sinceros: Nunca deseamos que nuestras ex parejas sean más felices que nosotros. No digo que queramos verlas hundidas en el noveno círculo del infierno dantino, tampoco las pensamos viudas sufridas que estén colgadas de los momentos felices vividos juntos. Pero que nos enrostren su felicidad en la cara es demasiado. Demasiado. Por esa la fórmula ideal es: que sean apenas un poquito menos felices que uno. Y si yo seguía sin poderme levantar, no era justo que la flaca siguiera siempre resplandeciente.
La tercera señal la tuve a la semana siguiente, una noche que llevé a los pibes a nuestra ex casa. La flaca estaba con el pelo suelto con furor, con la cara despejada de maquillaje como a mí siempre me gustó, con dos aros largos, y solerito de gasa, floreado. Se me acerca, me da un beso, la huelo: el perfume que usaba cuando nos conocimos. Vuelve a sonreír, pudorosa. Se acomoda el pelo detrás de la oreja. “Querés entrar a tomar un café”, invita, mientras Fiorella se aferra a mi mano. “No puedo, tengo una reunión”, digo más por miedo que por convicción. Y ella me semblantea y concluyé: “Estás más flaco, ¿puede ser?”. Levanto los hombros como diciendo, “no sé, no me importa”, pero sí me importa y la vuelvo a besar.
La cuarta señal se produjo el domingo en que River perdió de local con Atlético Tucumán. Estábamos con Lucas, Ezequiel y Mariano en la platea media refunfuñando como zanguangos –si es que los zanguangos refunfuñan- cuando sonó mi celular. Era la flaca, claro:
-No sé, pensaba que estarías mal y quería llamarte…
-… Bueno, gracias, no sé qué decirte…
-No, nada, pensaba que si querías, hoy podías quedarte a cenar con nosotros en casa, así te va un poco la mufa…
Corto. Preocupado. “¿Pasó algo, queriiido?”, pregunta Ezequiel con ese tonito insoportablemente adorable. “Sí, me llamó, la Flaca…” Los tres me miran repentinamente, asombrados. “¿y?”, interroga Mariano. Miro el avance de Atlético Tucumán y respondo: “Creo que estamos en problemas”.

Publicado en la revista Bacanal, el mes de diciembre de 2011.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Maquiavelo in love


Viernes al mediodía. La cita es Kensho. Lo elige Ezequiel, obvio. Comida extraña. Comida orgánica. Ambiente blanco. Música zen. Cocina abierta, a la vista. Lo miro a Ezequiel con cara de pocos amigos. Me dice: “Dale, entregate, no podés vivir a milanesas napolitana todos los días”. Leo la carta: Ceviches de hongos, risotos de quinoa, quesos de castaña, hamburguesas vegetales, helados de cedrón. Comienzo a percibir un terror gastronómico importante, la sensación de que me voy a morir de hambre por el resto de mi vida. Ordenamos el menú. Pido unas miniaturas Zen, de entrada, y las hamburguesas de hongos. Le desconfío, claro. Pero debo admitir que vale la pena la experiencia.
Lucas suspira. Se siente cómodo. Está diferente. Contento. Twitea con su BB y habla por su IPhone con el senador. Hacemos un primer acercamiento a la política. Lucas mira displicente a Ezequiel, con cierto aire sobrador y Mariano se aburre un poco. Yo aprovecho para estudiarlos a ambos. No entiendo cómo pueden ser amigos. Supongo que se atraen mutuamente por sus diferencias. Lucas es un exponente de la realpolitk, Ezequiel es un esteta de pensamiento moderado y correcto; Lucas es brutal y efectivo, Ezequiel sobreactúa la ingenuidad para lucir elegante; Lucas no cree en el hombre, Ezequiel siente cierto desprecio por él; Lucas sabe de política, Ezequiel, de literatura.
El mozo trae limonada con gengibre. Es agradable al gusto, pero yo temo indigestarme con este brebaje sospechoso. Pido una cerveza artesanal. Mariano dice: “Ezequiel es un terrorista gastronómico, definitivamente”. Y comienza con nuestro tema predilecto: Minas. Después de un primer momento de aprobación general de tal o cual mujer, pasamos a la segunda instancia: la queja. Finalmente, llegan las soluciones. El encargado de explicarnos cómo interactuar con el temible mundo femenino es, esta vez, Lucas. “Todo está en el Príncipe de Maquiavelo, muchachos, no le den más vueltas”, dice resuelto y enumera las diez verdades florentinas:
1) Es preferible ser temido que amado por ellas. Es decir, siempre es bueno que una mujer ame estar con uno, pero hay que generar esa sensación de inseguridad en ellas que les haga tomar conciencia de lo que pierden si nos pierden.
2) Para conquistar a una mujer hay que provocarle dos sensaciones diferentes pero complementarias: a) ofrecerle protección, b) hacerle creer que uno no las quiere cambiar, que respetará sus costumbres y sus libertades.
3) Si estás en una fiesta y hay dos mujeres solas, nunca apuntes a la más bonita. Si la más linda te dice que no, la otra no querrá rebajarse a aceptarte. En cambio, si apuntas a la menos bonita, es posible que generés curiosidad en la más bella. Y seguramente, la otra te dirá que sí para darse importancia.
4) Siempre hay que demostrar fortaleza, pero más importante es la posibilidad de prometerle felicidad a largo plazo.
5) Cae en la ruina personal el hombre que hace demasiado fuerte a una mujer. Uno nunca debe demostrar que la necesita. Excepto que ella necesite eso y uno le esté mintiendo.
6) No sólo hay que preocuparse por el presente, hay que prever cómo resolver los males futuros, sobre todo, cuál será la estrategia para poder desprenderse de las mujer conquistada.
7) A una mujer no hay que ofenderla jamás. Es preferible anularla totalmente, o nunca ofenderlas con nimiedades, porque una mujer despechada es una potencial vengadora, la destruida, no.
8) Con una mujer es preferible ser impetuoso que circunspecto, porque la mujer es como la fortuna, hay que maltratarla y ponerle un freno si se la quiere dominar. La experiencia demuestra que se deja convencer por quienes actúan fríamente.
9) De todas maneras, la mejor fortaleza es tener una mujer enamorada, porque ella evitará las conspiraciones y los engaños.
10) Un hombre debe ser temido por su mujer pero jamás debe ser odiado o despreciado. Para que esto no ocurra debe mostrarse magnánimo y evitar aparecer voluble, frívolo, pusilánime, irresoluto.

Lucas hace un silencio. Suspira como quien le encontró la vuelta al mundo. Entonces, Mariano dice: “En síntesis, como dijo Maquiavelo… El fin justifica los medios”. Lucas pone cara de disgusto y concluye: “Maquiavelo nunca dijo eso, y vos, flaco, no vas a cazar un fulbo en toda tu vida”.

Publicado en el número de noviembre de la revista Bacanal.

martes, 4 de octubre de 2011

¿Somos los hombres histéricos? II


Caminaba por el barrio. Me gusta andar las calles que transitó Leopoldo Marechal en el Adán Buenosayres. Desde Corrientes, tomar Gurruchaga, pasar por la Iglesia del “Cristo de la Mano Arreglada” y luego perderme por Tres Arroyos hacia esas esquinas de casas bajas y atardeceres que recuerdan que hay todavía una ciudad que ya no existe. Pensaba en que se estaba por cumplir un año de mi separación y que aún no se avizoraba en el horizonte la posibilidad de salir del abismo personal en el que me encontraba. Un sinsentido, una desesperanza, una sensación de que ya no tengo mucho más que esperar de la vida, que ya todo pasó, que sólo quedan en mí los fantasmas de una vida. Recuerdos, gente que ya no veo, afectos desaparecidos, una juventud que ha devenido en la presunción de que ya es imposible amar, en el prejuicio de que la felicidad no existe, en esa “segunda inocencia que da en no creer en nada”. Al llegar a Warnes sonó mi celular. Un número desconocido. O al menos que no recordaba. Atiendo y escucho una voz cansina, resquebrajada: “Hola, pibito”. Detengo mi camino. “Alejandra”, balbuceo. “Necesito verte”, suplica. Arreglamos.
Miércoles a la noche. La cita es en M, en el oscuro corazón de San Telmo. Elijo una mesa escondida. Me siento a esperarla. Abro el libro para que el tiempo pase más rápido. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Leo un par de páginas. Me impaciento. Vendrá. Siento que mi corazón palpita. Un ardor se aloja en mi estómago, me tiemblan las piernas, me cuesta respirar, se me seca la boca. Miro el reloj, faltan 7 minutos para la media hora de retraso. Me impaciento, miro el celular. Está muerto. Nadie llama. Nadie. Podría haberme avisado, pienso. Y no dejarme plantado. Abro el libro nuevamente. Ya no puedo leer. Pienso en que al minuto 35 me voy sin esperarla más. Que podría haber tenido la delicadeza de llamarme, al menos, y decirme que me iba a dejar plantado…
Está vestida con un vestido corto, con los hombros descubiertos, medias negras y botas. Lleva el pelo con una cola que nace arriba de la nuca, y un flequillo escalonado hacia un costado. Tiene la cara sin maquillaje, excepto los ojos delineados de negro. Está más flaca. Al verla entrar me doy cuenta de que su belleza me perturba. Es imposible de explicar, pero es como si la conociera de toda la vida, como si yo mismo no hubiera existido antes de haberla visto por primera vez. Sonríe, me da un beso en la comisura de los labios, se detiene a olerme. Se sienta, me mira y resume: “Me equivoqué. Cometí el error de mi vida”. Levanta la vista. Hay algo diferente en Alejandra. Todavía no descubro qué es. Tomo su mano instintivamente y la retiro rápidamente al sentir el metal de su anillo.
Ella empieza a hablar. Está hermosa como siempre. Un poco menos pizpireta, más apagada, entristecida. Hablamos horas y horas. Ella se mueve lentamente. Y mira pocas veces a los ojos. Yo comienzo a darme cuenta de que manejo la situación. De que no es la misma Alejandra que conocí en Praga. Hay algo corrompido en ella. Y es su mirada. Sus ojos demuestran fragilidad, ansiedad, dependencia. Por momentos, me percibo como un animal acorralado. Ella tiene una mirada suplicante, como si anhelara nada más que lo posible.
Terminamos de cenar. Se ofrece a llevarme a mi casa. Conduce bien, segura, canchera. Conduce como es ella. Llegamos a la puerta de casa. Me dice sugerente: “No sabés lo que daría por volver a esa noche de Praga…” Y luego, invita: “Quisiera volver a verte con más tiempo”. Dudo: “Sí, obvio”, respondo. Ella hace un gesto de extrañeza y se acerca para besarme. Siento el gusto de su boca. Bajo la mirada. Alejandra me mira a los ojos y pregunta: “Decime ¿Vos sos histérico, pelotudo o simplemente hijo de puta?”. Intento defenderme. “Bajate, bajate… -ordena- Yo no estoy a punto de arruinar mi vida por un pusilánime”. Me bajo, ella arranca súbitamente. Me quedo parado en la vereda. Sonrío. Siento que vuelvo a estar enamorado de Alejandra como el primer día.

Publicado en la revista Bacanal del mes de octubre.

lunes, 5 de septiembre de 2011

¿Somos los hombres histéricos? I



Domingo 22 horas. Irina me mira mientras pone la pizza a recalentar. Frunce el ceño y sostiene como si nada:
-Mis viejos me preguntan qué hago yo con un tipo de 40 años, un fracasado como dicen ellos, y dicen que yo debería estar con un chico de mi edad…
-Bueno, Irina, explicáles que solo hablamos unas cuantas veces, que tenemos una buena relación, que sólo somos buenos vecinos; y que si bien 15 años de diferencia es bastante, tampoco impide que seamos amigos…
-¿Vos sos tonto o te hacés? Yo no tengo 25, tengo 19…
-…
-Y, además, obvio que sólo somos buenos vecinos ¿a quién se le ocurre que a mí me pueda gustar un viejo como vos? –pregunta y busca complicidad, sin saber que acaba de herir de muerte toda mi hombría-. Ya soy grande, no tengo que explicarles nada a ellos…
Lo dijo categórica, seca, cortante. Yo atiné a decir con cara de boludo y sonrisa falsa:
-Claro, je, a quién se le puede ocurrir que vos y yo… jajaja…
Sirvió la pizza y cenamos por tercera vez juntos. Yo, el viejo fracasado que no le puede gustar a una chica como ella, y ella, la mujer de 25 que resultó siendo una nena de 19. No sé por qué pero mientras ella hablaba como un cascabelito, yo notaba que el mechón de cabellos sobre la frente se me encanecía cada vez más, que la piel de las manos se me agrietaba con cada segundo que pasaba y que el cinturón estaba a punto de ahorcarme por los kilos de más que llevaba encima. “Claro, qué boludo, como iba a pensar que ella, claro, qué boludo”, repetía yo en mi cabeza como si se tratara de un mantra.
Cuando ella levantaba los platos y se hacía la hora de irme, me miró y me arrojó con desdén: “Igual, vos sos un poquitín histérico ¿no?”. Balbucee un “¿p-p-por?”. Ella sonrío maliciosa y concluyó: “No sé, toda esa cosa de hacerte el yorsh cluni frente a tus amigos, tus miraditas, esas cosas, y nunca avanzar, es medio de histérico, ¿no?

Lunes 8.15 de la mañana. Vestuario del gimnasio de Palermo que eligió Ezequiel. “Al fin te decidiste, queriiiiiido”. Sonrío con una mueca de pudor. Lucas me palmea la espalda sobrador. Y Mariano, se pone en cuclillas, me coloca la mano en el hombro y me alienta: “Vamos, loco, con esto vas a volver a ser el que siempre fuiste, hermano”. Los tres visten la camiseta rosa con vivos negros del equipo italiano Palermo, pantalones blancos de Tae-Kwon-Do y protectores en los pies. Suben las escaleras rumbo al Tatami y los sigo resoplando como un Ford, mientras me pregunto ¿cuál habré sido yo siempre? Después de unas escaleras interminables, por fin llegamos al salón. Nos espera Matías, con protectores hasta los dientes. Empezamos con los trabajos de precalentamiento. A los 15 minutos, Matías me mira y me ordena: “No me importa tanto el sobrepeso sino lo que llevés adentro, ponete los protectores”. Se para frente a mí y me lanza un golpe. Me pega en la cabeza, no reacciono. Una patada en el estómago, no reacciono. Dos trompadas en el pecho, no reacciono. “Te falta sangre, macho”, me dice y antes de arrojar una patada de costado, siento que me estalla la frente. Lo empujo y le empiezo a tirar trompadas a ciegas como si fuera un toro embravecido. Nos separan y yo estoy colorado con las pulsaciones a mil. Juro que me siento liberado. Juro que me siento otro. Juro que me siento yo. En el bar del gimnasio, Mariano me dijo: “Viste, yo sabía. Me hiciste acordar a cuando lo agarraste a Tomatito en el barrio”. Y me palmea la nuca.
Pasan unos minutos. Del TKD pasamos al fútbol, del fútbol a la política, la emprendemos con Julio Grondona y Sergio Pezzotta por mandar a River a la B y, finalmente, Ezequiel nos recuerda para qué estamos sobre la tierra. “Buenas minas en el gimnasio, eh”, sentencia. Revisamos el álbum de compañeritas del club hasta que lo miro, me le acerco y le pregunto: “Che, Ezequiel, ¿vos pensás que los hombres podemos ser histéricos?”. El me mirá y sonríe: “Obvio, yo soy súper histérico. Pero para saber serlo hay que tener en claro qué es lo que queremos esconder”. Le hago una mueca de interrogación levantando las cejas y la pera y el concluye: “Sólo los hombres sensibles somos histéricos, y es eso lo que ocultamos”.

Publicado en Revista Bacanal, en el mes de Septiembre de 2011.

jueves, 4 de agosto de 2011

Les Feuilles Mortes




Hernán Brienza

¿Por qué me entristece tanto que una muchacha de veintipico de años con la cuál estuve un par de veces en mi vida esté entrando en este mismo momento en una iglesia para casarse con su marido? Reconozco que un hombre maduro, de mi edad, con un matrimonio fracasado a cuestas, con un par de hijos, con amores pasados y olvidados, no debería andar melancoleando por una mocosa que conoció en una ciudad mágica como Praga y con la cuál sólo tuvo una noche de amor. Admito que debería sufrir más por los 17 años tirados a la basura de un día al otro por la flaca que por el fantasma de Alejandra; sin embargo estoy aquí, en el sillón del living tomándome todo el ron cubano añejo que trajimos de la isla en el último viaje que hicimos con la Flaca y viendo en Youtube videos “cortavenosos” de Jacques Brell, Yves Montand, Edith Piaff y Charles Aznavour.
¿Tiene derecho un hombre a pedir que no lo dejen de la manera indigna en que lo hace Brell sin perder su hombría? Tenía razón la Piaff cuando dijo que Ne me quites pas “era un canción que los hombres no deberían cantar”. Intento proyectar la tristeza en la flaca, pero lo siento forzado. Surge la melancolía de nuestra historia, la nostalgia por aquellas tardes de bienestar, por las noches apasionadas en que vencíamos el miedo a la muerta, por las mañanas de sábado con los chicos en la cama que asumían con entereza la cursilería familiar. Pero no surge la tristeza por ella. O al menos hoy. No es el odio, no es la indeferencia, no es el olvido la contracara del amor. El peor sentimiento es el del desamor, esa languidez, esas ganas de nada, ese amor que se fue deshaciendo con el paso de los años, que se ha dejado robar por el correr de los días. Montand canta la canción de amor más triste del mundo con letra de Jacques Prevert: “Tu me amabas y yo te amaba/ y ambos vivimos juntos./ Tu me amabas y yo te amaba./ Pero la vida separa a aquellos que se aman,/ suavemente, sin hacer ruido,/ y el mar borra de la arena/ las pisadas de los amantes separados… Las hojas secas se amontonan en el rastrillo/ como lo hacen los recuerdos y lamentos,/ pero mi amor, silencioso y fiel,/ siempre sonríe y está agradecido de por vida./ Te ame tanto, eras tan bella/ ¿cómo quieres que te olvide?/ En aquellos momentos la vida era más bella / y el sol brillaba más que ahora. / Tu eras mi dulce amiga. / Pero yo solo me he lamentado. / Y la canción que solías cantar,/ siempre, siempre la escucho”. Y allí está todo. No existe ni el rencor como tabla donde aferrarnos para salvar el amor. Solo la tibieza del recuerdo de un tiempo que, sabemos, ya no volverá. El terrible “hoy vas a entrar en mi pasado”, el temible “frío del último encuentro”, el “fue tan distinto nuestro amor que duele comprobar que todo terminó”. Y ni siquiera es eso. Es el abandono. Es la certeza de saber que uno ha dejado de amar aquello que siempre amó. Es el vacío. La nada misma. La conclusión más terrible que puede tener un hombre o una mujer: El de saber que ya no ama a quien amó y que duda que alguna vez pueda amar a otra persona. ¿Pero entonces por qué esta tristeza por Alejandra, por esa muchachita de Praga, por la hermosa mujer que le gustaba hacer el amor escuchando el adagietto de Mahler? Simplemente, porque uno se enamora de las promesas, las posibilidades, las esperanzas.
El Enzo se sobresalta con el ringstone del celular. Nunca lo convenció la marchita del “más grande sigue siendo riverplei”. La palabra “número desconocido” aparece en la pantalla, debajo del reloj que marca las tres de la mañana. No se escucha un hola, sino una música lejana. Repito dos o tres veces el saludo. Del otro lado del auricular, su voz entrecortada, quebrada, me dice: “Quiero que sepas, pibito, que estoy segura de haberme equivocado”. Intento retenerla un poco más, pero ella corta. Estoy seguro de estaba llorando. Un sentimiento egoísta cruza mi alma. Estoy salvado: la certeza de que encontré la promesa incumplible que necesitaba para mantenerme vivo.


Publicado en la Revista Bacanal en el número de agosto de 2011

Acá tenés un video cortavenoso de Las hojas muertas:
http://www.youtube.com/watch?v=QDuJcueeb7w&feature=related

miércoles, 6 de julio de 2011

El “amigo” de Mamá




Todo venía bien hasta la frase de Fiorella, la menor. Cuando conoció al Enzo, me miró divertida y dijo con su vocecita robada de un cuento de princesas:
-Que lindo gatito tenés, papá… A mí me gustan más los gatitos. No como el perro ese enorme que tiene Marcelo…
-Claro, Fiore…
-Sí, es uno de esos perros enormes grandotes todo musculoso. Pero es re bueno, cuando Marcelo lo trae, jugamos con Rocky…
-Perdón, Fiore… ¿quién es Marcelo?- pregunté inocente.
-Marcelo, papá, el amigo de mamá que viene a veces a casa y se queda de noche…
O sea: Marcelo es “el amigo de mamá que viene a veces a casa y se queda de noche…” O sea, queda claro. Marcelo es el “hijo de un catamarán lleno de prostitutas” que se queda toda la noche con mi mujer en la casa donde yo viví y que se acuesta en lo que fue mi cama y que despierta a mis hijos y que se baña en mi baño y que desayuna en mi mesa de la cocina y que se sienta a ver fútbol en mi sillón, en mi LCD comprado para el Mundial de Sudáfrica y que además tiene un perrazo todo musculoso y yo un “gatito” y seguro que el muy recalcado hijode es bostero y está disfrutando que nosotros estemos jugando la promoción…
-¡Pa, te estoy hablando!
-Qué querés, Fiorella!!!
-Nada, papá, no me retés! No me escuchás cuando te hablo papá...-dice Fiorella que tiene 8 años pero que seguro escuchó eso de su madre porque a mí no me vienen con cuentos porque eso se lo metió la madre en la cabeza sino no se puede entender que diga lo que dicen todas las mujeres después de un mes de relación porque o este nena es un monstruo o se lo escuchó decir a la flaca, que claro, seguro que la flaca, la muy jodida, se quejó de mí delante de “Marcelito” en uno de los tantos desayunos…
-Papá!!!! Contestame!!
-Qué querés, nena, qué querés?
-No me grités, papá –dice ella comenzando a llorar y claro llora, como hacen todas cuando se quedan sin argumentos se ponen a llorar para victimizarse para que no podamos seguir discutiendo racionalmente ni se pueda dialogar y de paso te ponen en el lugar del demonio para que vos te sientas un jodido y aflojes en tu dureza porque así nos manipulan las mujeres y claro, la nena es una buena aprendiz, por dios, pero esto no va a quedar así, ya me va escuchar Marcelito, la flaca, mi cuñado, toda la familia de ella que en el fondo siempre me despreció porque yo no era lo suficiente para la nena, claro, porque ella era una princesa… una princesa de Villa Luro, hija de un tanito bruto que hizo guita fabricando tornillos y me la viene a contar a mí…
-Papá, yo te quiero mucho a vos, pero me hacés enojar…-dice Fiorella haciéndose un riso con dos dedos y sonriendo dulcemente después de lloriquear falsamente un par de minutos.
Fiorella me abraza y me dice al oído que “el Enzo” es el gatito más lindo que vio en su vida y que, claro, es lindo como yo que soy su papá preferido.
-¿Cómo papá preferido, Fiorella?
Ella se ríe y dice:
-Es un chiste, papito- y me llena la cara de besos.
Suena el timbre. Es la flaca que viene a buscar a Fiorella. Ahora me va a oír, me va a escuchar, porque de ahora en más no voy a ser más el boludo alegre de la familia, a mí me van a tener que respetar.
Abro la puerta. Ella está hermosa. Rubia como siempre, con sus ojos claros. Me mira y sonríe.
-¡Ay! Pero qué lindo que es el Enzo- dice poniéndose en cuclillas y mimando a la bestia del demonio que se entrega regalón a las caricias de la flaca.
-Bueno, no será como el perrazo de Marcelito, pero…
-Ay sí, no me hablés –dice distraía ella- Me vuelve loca, me trae el perro y se queda a dormir en casa desde que se separó de Octavio. Llora todas las noches, es insoportable. Pero, esperá, ¿vos cómo sabés?
-Me contó Fiorella…- digo todo colorado.
La flaca sonríe. Toma a Fiorella de la mano. Se da cuenta de todo. Se le nota el gesto de orgullosa. Me da un beso peligrosamente cerca de la boca y me dice: “Cada día más tontito, vos, eh”. Cierro la puerta, el Enzo maúlla. Y yo siento que me fui a la B en materia de ex maridos celosos. Del otro lado se escucha la vocecita de Fiorella que pregunta: “¿Mamá le diste un beso en la boca a Papá?”

Publicado en Revista Bacanal, mes de julio de 2011.

miércoles, 22 de junio de 2011

El Gran Macho Metafísico





Nada mejor para decir verdades que andar con la autoestima por el suelo. Domingo a la tarde-noche. Departamento ensombrecido. “La vida es así”, dice lacónico e impreciso Lucas. Ezequiel llama por celular a alguna alumna de su taller de periodismo: “Nada mejor que una nena de 20 años para olvidarse de este superclásico”. Mariano sostiene que “si vamos a comprar empanadas que no sean de cualquier lugar”, que el quiere “comer empanadas en serio”. Y yo, para ahondar más mi depresión cambió las piedritas sucias del nuevo integrante de la cofradía riverplatense, o sea, la bestia del demonio. “Che, el gatito este no será yeta ¿no?”, dice Lucas. El Enzo lo mira con cara de retobado y sin mediar palabra, le tira un zarpazo, maúlla cortito y se mete debajo del sillón esperando el contraataque del enemigo. Mariano, lo mira a Ezequiel y lo interpela: “¿Llamás a cualquiera?”. Con displicencia, el editor de Cultura contesta: “Alguna tiene que estar libre… ¿o no? ¿vos qué harías?”
Día de egos caídos.
Mariano dice resignado: “Yo qué sé…” y genera un momento de incertidumbre. Lucas intercede: “Cuando era pibe, creía que uno debía acostarte con todo lo que pudiera, ahora no estoy tan seguro. Debe ser la vejez, que ya empezás a cuidar los cartuchos, no sé”. Ezequiel sonríe. Me mira y me aconseja: “Uy, vos que recién empezás no les hagás caso, no los escuchés, haceme caso a mí. Hay que ir por todas o si te gusta por todos, pero seleccionar es de poco hombre, che”. Me encojo de hombros, pongo cara de no sé, enarcando las cejas y llevando las comisuras de los labios hacia abajo. “Bueh… vos estás con estos dos”. Lucas se repone rápidamente: “Es cierto muchachos, dejémonos de joder. Hay que ponerla a diestra y siniestra. Está en nuestra naturaleza de cazadores”. Mariano me mira, como quien abandona a un amigo en la desgracia y con una risita de genuflexión susurra: “Obvio, obvio”. Todos asienten y nuevamente se instala la seguridad en el grupo: Ya está, ya somos todos machos de nuevo, ya estamos dispuestos a ponerla en cualquier lado.
Menos yo, claro, que si no hubiera sido por Alejandra, ya llevaría cerca de dos años sin probar el cuerpo de una mujer.
Lucas enciende el DVD y pone la cuarta temporada de los Tudor: “Aprendan de política”, dice. Nos sentamos en los sillones frente a la televisión y comienzo a pensar en la conversación de recién. Es curioso. Nunca me había dado cuenta hasta ahora de la tiranía a la que somos sometidos los hombres. Todos llevamos grabados a fuego el imperativo categórico que reza: Actúa con las mujeres de tal forma que el Gran Macho Metafísico no pueda actuar con vos de la misma forma que tú actúas con ellas. Es decir, todos los hombres estamos sometidos a la voluntad del Gran Macho Metafísico (GMM), obligados a ponerla sí o sí a quien sea siempre o caso contrario correr el riesgo de ser sometido por el GMM que nos está vigilando y fiscalizando el nivel de hombría que uno tiene.
¿Tenemos derecho los tipos heterosexuales a acostarnos sólo con aquellas mujeres con que queramos? ¿o tenemos que hacerlo con todas sí o sí? ¿Por qué las mujeres no soportan que los hombres les digamos que no cuando nosotros recibimos negativas y desprecios casi todos los santos días? ¿Por qué las mujeres se sienten convocadas y atraídas por aquellos que la ponen a diestra y siniestra y no por aquellos que sólo la ponen donde quieren ponerla?
Mientras los demás miraban la serie yo pensaba en algo que alguna vez alguien tenía que decir: ¿Saben por qué muchachas somos tan desaquerenciados muchas veces con ustedes? Sencillamente, porque no las queremos, pero no les podemos decir que no. No nos gustan, pero estamos obligados a ponérsela. ¿Por qué no somos claros? Sencillo, porque tememos que se entere el GMM y vaya comentando por allí a quien quiera escuchar que nos falta hombría, porque tenemos miedo de que ustedes nos acusen ante el GMM. Ya está, lo dije. Nadie se los va a decir tan clarito.
La muchachada entusiasta comenta sobre lo buena que está una de las actrices. Y mientras yo continúo con mis disquisiciones suena el timbre. Abro la puerta. Es Irina, mi vecinita, vestida con la camiseta de River. “Pensé que podrías estar triste”, dice con un principio de pucherito. De fondo se escucha un “yo sabía, ¿no les dije, no les dije que éste andaba con algo?” pronunciado por Ezequiel. Miro los ojos envidadores de la piba y les anuncio a los muchachos: “Che, vengo en un rato”. Me miran con sorna y, finalmente, me entregan el carnet: “Grande, Macho”.

Publicado en Revista Bacanal, en el número de Junio.

jueves, 19 de mayo de 2011

El Enzo



Domingo a la noche. Parrilla del barrio de Núñez. Ezequiel se acomoda la remera de entrenamiento de River. Me mira sarcástico:
-A vos algo te pasa. Estás demasiado contento- sentencia.
-Me puso así el golazo de Pavone, qué querés- me excuso.
-Dejálo, tranquilo, al pobre, ya bastante problemas tiene, para que encima lo gastés- dice Lucas, remarcando el “pobre”, como si estuviera haciendo un acto de solidaridad internacional con un bebé de Tanzania.
-No, no, a mí no me engaña. Mi intuición femenina me dice que algo pasó –insiste Ezequiel- ¿De buenas a primeras quiere empezar Karate con nosotros? –chista con la boca y niega con la cabeza- No, no, algo pasó… éste la puso… La pusiste ¿no?
-Mirá si la va a poner… -desafía burlón Lucas, mientras tuitea desde su Blackberry frases de ocasión para el avatar falso de su candidato en las elecciones provinciales.
-Creo que tengo que hacer Karate para empezar un proceso de recuperación de mí mismo, creo que en algún momento me perdí y debo encontrarme. No es nada más que eso…- Intento explicar cuando Lucas interrumpe:
-¡Ves que no la puso! Ya está hablando como Nacha Guevara en Me gusta ser mujer…
Ezequiel se pone serio y sentencia: “Mañana, a las 7, en el gimnasio de Palermo, anotá la dirección”.
Anoto. Terminamos de cenar. La muchachada entusiasta me lleva hasta mi casa. Me bajo y mientras meto la llave en la cerradura, con el gorrito marinero de River puesto y la bufanda colgando, escucho a Ezequiel que grita: “Mañana te cambia, la vida, campeón”.
Entro al departamento. Un olor ácido me pega en la cara como si fuera un toallazo húmedo. Es inconfundible el aroma a orín de gato. Voy al balcón y lo encuentro: es un gato, claro. Gris veteado, común y corriente. Me mira a través del vidrio y maúlla. Es pequeño y no tengo ni la más remota idea de cómo llegó hasta ahí. Abro el ventanal y el tipito se me enreda entre las piernas y maúlla. Trato de sacármelo de encima como quien intenta aventar una maldición. El pequeño insiste, me persigue. Maúlla y maúlla insoportablemente. No sé lo que quiere pero lo quiere ya el muy reventado. Recuerdo que Ezequiel tiene un gato y lo llamo al celular, le cuento y le consulto: “Tiene hambre, obvio. No lo echés. Si fue a tu casa por algo es”, dice entre la expertiz y el esoterismo. “Los gatos perciben…”, comienza a decir, cuando lo interrumpo escéptico:
-Dejá, dejá, Nostradamus, decime qué le doy a la bestia ésta del demonio.
-Si es chiquito, leche…
-No tengo, ¿de dónde saco a esta hora?
-Qué se yo, pedíle a algún vecino, a mí que me decís… Che, te felicito, con el gatito aprobaste el doctorado en homosexualidad… -dice, riéndose y concluye- Mañana las 7 en el gimnasio.
-Se, se- protesto.
El tipito maúlla incesantemente. Lo levanto y se calma. Lo acaricio y hace ruido como si tuviera un motor adentro. Me doy cuenta de qué no tengo ni idea de quiénes son mis vecinos. Salgo al pasillo con el gato en los brazos. Toco dos timbres y nada. Al tercero, una voz femenina pregunta: “¿Quién es?”. Dudo: “Sí… Perdón… yo, el vecino del B, disculpe, ¿no tendría un poco de leche?”. Mira por la mirilla y abre la puerta divertida: Tendrá unos 25 años, es de mediana estatura, flaca, de pelo castaño enrulado, dos pequitas en la mejilla izquierda, sonríe burlona y se enternece por la bestia del demonio.
-Ay, pero no te puedo creer lo que es ese gatito, es tuyo, pero qué lindó, cómo se llama- dice todo de corrido…
Y yo que hasta ese momento no sabía ni que hacer con ese animal del demonio, me di cuenta, a juzgar por los ojos querendones de la piba, que el “gatito” tenía su encanto también… “Sí, sí, es mío”, balbucee”.
-¿Cómo se llama?- pregunta interesada.
Y yo, que podría haber sacado nombres pomposos como Cicerón, o Alejandro, Dostoievski o Kelsen, eché mano al único que me vino a la mente: “¿Quién, éste? El Enzo”, dije y El Enzo maulló aprobando. “Claro, sos de River como yo”, dijo ella, señalando con sus cejas el gorrito marinero que todavía no me había sacado. Con el tazón de leche en la mano, me dice: “Soy Irina, un gusto”. Le doy mi nombre y un beso. Vuelvo a mi depto, y miro al Enzo. ¿Se acabó mi soledad absoluta? ¿Puede ser que el animal éste del demonio me haya traído suerte?
Mientras él toma la leche, suena el timbre. Dos veces.

Publicado en Revista Bacanal, mes de mayo.

lunes, 4 de abril de 2011

Cristales de Bohemia


-Hola…
-…
-Hola, pibito… Supongo que no te habrás olvidado de mí ¿no?
-Alejandra -dije con voz dubitativa- La chica de Praga…
-¿Cómo la chica de Praga? ¿Sólo la chica de Praga?
-Bueno, no, si supieras… Perdón, pero ¿cómo encontraste mi teléfono, si yo no te lo di?
-Figurás en guía, bonito… ¿Cómo estás?
-Bien, qué bueno que llamás, así puedo decirte que ya logré olvidarme de tu pelo lacio negro con un mechón sobre la frente, de tu metro sesenta y cinco, tu figura delgada, tu caminar acompasado, de tus ojos marrones dulzones, de tu nariz personal y tu boca apenas generosa. Y de tus besos y tus manos, claro…

Del otro lado del teléfono, ella emitió una risita apenas pudorosa, de muy buen gusto y dijo, simpática: “qué taraado”. Y yo, derretido, la imaginé mordiéndose el labio inferior como burlándose de mí.
-Quiero verte… -dijo resuelta. No fue un pedido, no fue una orden, fue una decisión. Y dijo cancherita:
- ¿Te asusta?
-…
-Sí, te asusta…
-Alejandra ¿No te casabas, vos? –pregunté rogándole a mi doméstico dios inexistente que me dijera que ya no, que se había arrepentido, que ahora era una mujer libre, que Praga le había transformado la vida y que no podía vivir sin mí.
-Sí, me caso, por eso te llamo…
-No entiendo…
-Sencillo: Por lo que escucho no pudiste olvidarte de mí ¿no es así?
-Absolutamente, Alejandra, no dejé de pensar en vos ni un solo día…

-Lo sabía… Yo en quince días me voy a convertir en una señora. Durante dos años vamos a hacer el amor todos lo días, después tendremos hijos con mi marido y cuando me quiera acordar la cotidianidad va a devorar mi amor y me va a transformar en una mujer transparente, quejosa, obligada a matar a la melancolía yendo a un gimnasio, o a ocultar a la Alejandra que soy ahora detrás de la fachada de una cuarentona espléndida de sonrisa artificiosa y, con un poco de suerte, y gracias a mi trabajo tendré el dinero necesario para darme el gusto de viajar, leer, comprar ropa, ver crecer a mis hijos… Pero mi marido, el mismo que ahora me ama, teniéndome, me va a olvidar… Y quiero ser inolvidable, al menos para un hombre en mi vida.
-Bueno, Ale, yo creo, sin embargo que se puede, que si construis bien, una relación sólida, basada en el diálogo, mi ejemplo no es el mejor, pero… -dije sin convicción antes de que ella me interrumpiera…
-Ay callate, por favor, te odio cuando te ponés cursi… Esta noche paso por tu casa, se acabó…

Hacía un inusual frío para una noche de marzo. Alejandra estaba bonita como una noche con dos lunas. Llevaba botas oscuras y una falda larga negra, una polera blanca y sobre todo eso una ruana al tono con guardas pampas. Sus ojos marrones brillaban y por momentos contenía la respiración y luego suspiraba levemente. Si no se hubiera tratado de Alejandra me habría convencido de que estaba enamorada de mí. Hablamos, claro, de aquella noche que nos encontramos en Praga, de nuestros respectivos regresos, de nuestras desilusiones, de sus miedos, de los míos, le confesé que no había vuelto a tocar a una mujer, y ella sonrío con una ternura que nunca antes le había visto, me dijo que ella sabía que jamás en toda su vida iba a poder hablar con su marido como lo había hecho conmigo aquella noche. Bajó la mirada, cuando la levantó, llevaba en sus ojos una melancolía suplicante. Me quedé callado ¿Tenía derecho yo a decirle que dejara todo? ¿Qué se embarcara en una aventura con un fracasado como yo? ¿Qué garantías podía ofrecerle? Ella sonrió resignada después de mi breve silencio.

-Gracias- susurró.

Después pasó lo que ocurre siempre. Ella fue hasta el viejo tocadiscos, buscó entre mis discos la sinfonía quinta de Mahler. “¿Me perdonás que sea un poco cursi yo, ahora?”. Sonreí con miedo. Ella se acercó. La acaricié lentamente. Volvía a tocar el cuerpo de una mujer después de un año y medio. Ella notó que estaba nervioso. Me besó, continuando el beso quebrado aquella noche en la puerta de su habitación en Praga. Hicimos el amor toda la noche. Ella se sólo se distraía para poner una y otra vez el adagietto y volver a la cama.

No dormimos, claro.

Con la luz de la mañana, ella se arregló el pelo, recogió su ropa y sonrío nerviosa. No le pregunté si volvería por miedo a la respuesta de un “jamás”. Y tampoco le pedí su teléfono. Ella abrió la puerta, con los ojos llorosos me dijo: “Nunca me voy a olvidar de Praga”. Y pronunció mi nombre por primera vez. Siempre sorprende nuestro nombre en los labios en la mujer de la cual estamos enamorados. Le sonreí y le respondí: “No seas tan cursi, piba”. Y ella se largó a llorar y reír. “Vamos a desayunar al bar”, invitó. Llovía, apenas. En la calle solitaria, caminamos juntos hasta el café de la esquina. Ella, una mujer que iba en camino a ser “señora”, me tomó del brazo, a mí, que de una forma desoladora había vuelto a ser un hombre.


Publicado más o menos textual en el número de abril de la revista Bacanal

jueves, 17 de marzo de 2011

Postal del verano


Hernán Brienza

Todos tenemos en la vida un deseo inconfesable, un secreto jamás contado, una anécdota inventada, una mascota que nos alumbró la infancia y un amor de verano que, lleno de sol, nos dio valor para enfrentar más de un invierno. Todos hemos sido víctimas de su magia y de su influjo; y sobre todo de su nostalgia.

Los amores de verano –es hora de admitirlo- cuentan con demasiada buena prensa cuando son, el realidad, el paroxismo de la cursilería, de lo kitsch. Un varón y una mujer tomados de la mano con sus pasos marcados en la playa, un abrazo con un lago detrás, una pareja acostada en una pradera florida surcada por un río, un poema meloso y un aforismo pringoso bastan para hacer de la felicidad un póster colgado para vender en el kiosco de diarios de una estación de subte. Una mantecada digna de una telenovela mexicana y un constante homenaje a esa felicidad de The End de las comedias románticas de Hollywood.
Pero hay más. No sólo la concepción teórica del amor de verano es una desgracia. También tiene obstáculos en su pragmática. La piel castigada por el sol raspa, duele, quema. Los ojos astillados por el agua salada engañan nuestros sentidos. Los granitos de arena como terceros en discordia se introducen en lugares incomodísimos. La humedad en el río o en el mar no es la misma, no es cómodo, ni siquiera para nosotros; es hora de que alguien lo diga para que se acabe el mito del sexo acuático.

Sin embargo, el principal problema es el engaño ontológico. En vacaciones no somos nosotros. O peor, quizás somos todo aquello que deseamos ser, con lo cual la mentira se realiza con premeditación y alevosía. En ese hotel de Yacanto al que fui durante enero sin mis hijos –que veranearon con “la flaca” en la casa de Uruguay de mi ex cuñadito, claro- fui mucho mejor de lo que soy. No sé si habrá sido la inspiración del cerro Champaquí, el cielo oscurísimo de las noches o simplemente las empanadas criollas dulces que preparaba la cocinera de la posaba, lo cierto es que allí, en la veleidosa provincia de Córdoba fui otro.

¿Qué significa ser Otro? No se trata de hacerse pasar por Otro. Es decir, jugar a ser periodista, taximetrero, corredor de Fórmula 1 u exitoso hombre de negocios. Ese engaño es para los principiantes. Ser Otro es lograr hacerle creer a los demás veraneantes del hotel que uno es todos sus problemas resueltos. No que es perfecto, no se trata, a esta edad, de esa bobería. Simplemente, se trata de que los demás crean que los problemas que a uno lo extorsionan en Buenos Aires (o su lugar de origen) no existen o ya fueron resueltos. Podría decir que uno es el Otro que lo complementa.

Allí en ese complejo de cabañas, con pileta comunitaria, con restaurante con platos como sorrentinos de cordero a las finas hierbas o trucha marinada con mil hojas de papa, con vinos caseros y aceites de oliva o aceto de frutas del bosque, con esos parlantes funcionales que reproducían los cuartetos de cuerdas de Haydn o los conciertos de piano de Schumann o los nocturnos de Skriabin o Satie. Arrojado sobre mi reposera de madera bajo el algarrobo, leyendo a Zweig, imaginando ciudades invisibles con Calvino, yendo de la orgánica decadencia de Philip Roth a la frialdad reconfortante de la piscina, con mis “anteojos negros de carey y los auriculares en la sien” me creí completo y complejo.

Fui mentira. Y no hay nada más cursi que la mentira. Toda afectación, todo autoinvento, no es otra cosa que el descalabro Kitsch de uno mismo. Los amores de verano son, quizás, uno de los peores males que han inventado los sentimentalistas para combatir el romanticismo en este mundo.

P.D.: Confesión: Sí, soy un resentido. Si no hubiera estado más sólo que un perro malo en ese hotel, esta postal sería completamente distinta. Seguramente, habría escrito loas a los amores de estación que nos permiten ser mejores, ser como siempre nos soñamos, como un buen final de una comedia romántica de Hollywood.

Publicado en Revista Bacanal, el mes de MArzo de 2011

martes, 8 de febrero de 2011

El bello fiero amor que tanto miedo da


Hoy es San Valentín. Anoche, seguramente para esperarlo, miles de parejas reservaron mesa en restaurantes pretenciosos de Palermo y luego se mataron en un hotelito de ocasión. Posiblemente, las fábricas de látex aumentaron sus ventas, las floristas se hicieron la noche y los taxistas debieron soportar en la parte de atrás del auto arrumacos y palabras caramelizadas. Seguramente, millones de hombres se engolaron, enarcaron sus cejas y se deshicieron en promesas. Y ellas los miraron con ojos de vaca enamorada y creyeron por una noche que era posible ser Meg Ryan o Julia Roberts. En los estéreos de los autos los parlantes derramaron miel y hubo regalos y sonrisas y mimos y acrobacias sexuales y no faltaron los sofisticados que hicieron malabarismos escenográficos y actorales para sorprender, seducir, impresionar a la dama.

Pero “un poco de miel no basta, un poco de miel no basta”, reza como en una letanía Gustavo Cerati.

El amor, si todavía tiene algo de sentido esa palabra prostituida, nada tiene que ver con la pantomima industrial del capitalismo. El verdadero amor no es consumible, no es productivo. El verdadero enamorado no es un comensal, ni un Don Juan; es, acaso, alguien que está fuera del mercado, que no se detiene en escaparates de tiendas prolijamente diseñadas con corazones de peluche, que no puede concentrarse en sus tareas productivas, que se deshace obsesionado en el rostro de la persona que ama. El amor, convengamos, es una enfermedad, una patología. Y en estos tiempos de cinismo –y quizás el cinismo sea el último refugio de los románticos o, su contracara, la antesala de una elegante cobardía– el brutal y bendito amor, ese que tanto miedo da, sea uno de los únicos momentos que justifiquen nuestra existencia.

Odio los sanvalentines –aclaremos que no hay ningún Valentín en el santoral católico que haya tenido un gesto romántico (los católicos, se sabe, no son muy afectos a estos descarrilamientos pasionales), se trata de una fiesta anglosajona cuyo inicio se debe al matrimonio entre una reina y un rey con un par de números romanos en sus nombres–. Pero no los odio por una reivindicación hispanoamericana y antiimperialista –otro lugar común si los hay–. Los odio con la misma intensidad que a Cupido, quien, dicho sea de paso, es un lindo angelito para practicar tiro al blanco. Aborrezco –admito que no es necesario tomarse con demasiado dramatismo esta proclama– la mercantilización del único momento en la vida en que hombres y mujeres se justifican ante la absurda inmensidad.

Acá, es decir, en la frase que sigue a continuación, planto bandera y cavo trincheras: el amor no es una alegría, aun cuando signifique nuestra felicidad. Sólo quien no se ha enamorado nunca cree que el amor está ligado a la belleza de la vida. Todos sabemos que tiene puntos de contacto con la dignidad del egoísmo, con la templada propiedad, con el deseado desgarro, con la renuncia sublime, con la enajenación, con la sagrada y venerada estulticia. Todos sabemos que el amor nos vuelve “Hitleres” de entrecasa, sutiles “Napoleones y emperatrices” o mínimos “Mozarts” de salón. Y siempre, siempre, en defectuosos y prepotentes poetas.Imposible saber qué es el amor en términos de universales.

En mi caso siempre se ha presentado en forma desagradable, con un espasmo en el pecho, con una revolución en las entrañas, con un leve y sostenido mareo existencial y un temblor incontrolable en las piernas. Sazonado, claro, con el espejismo de creer que la presencia de ella hacía más habitable el mundo y con la necedad de creer que yo podía ser mejor de lo que era. Hasta ahí los síntomas. Ahora intentaré una definición por extensión ya que, como se sabe, definir el amor por comprensión es una quimera.

Amor es: la promesa de eternidad en las miradas, las sonrisas que funcionan como antídoto frente al desamparo, el rubor acompañado con sudor después del orgasmo, “dos mañanas juntas”, es la chica que en la esquina espera silenciosa a que pase el pibe que adora, es el marido abandonado que con un vaso de Jack Daniel’s en la mano se debate en la balaustrada entre arrojarse o no al vacío, es el desayuno entre tostadas y mermeladas abiertas, es las ganas y el desgano, es la mujer que se quedó al lado de su hombre sabiendo qué él no la amaba, y es ese hombre que se quedó con ella aún cuando no la amaba, porque ambos, tal vez de forma mezquina, se amaban, es Romeo y Julieta, claro, y Tristán e Isolda, es la diosa Ishtar que renuncia a sus poderes para salvar a su amado del infierno y es Orfeo, capaz de cantar una canción tan hermosa como “Mañana de Carnaval” para rescatar a Eurídice de la muerte –porque convengamos que quien no ha sido alguna vez salvado del infierno por un amor no ha conocido el amor–. Es Werther y Robin y Marian, y la muchacha que te mira en el subte y no volvés a ver nunca más pero intuís que no hay amor más perfecto que esa brevedad, es el sostén del amor después del amor, aun cuando se torna anodino y rutinario. Es el desamor, es la angustia de esperar minutos interminables que te llame o se te conecte al Messenger. Es el sí ante el altar y la “liturgia de las despedidas”. Es Cyrano de Bergerac…Es exactamente una escena de Cyrano de Bergerac. La de esa noche tormentosa en que Cyrano le confiesa amparado por la oscuridad su amor a Roxana. Son esas palabras que suben por la enredadera como baja el licor por la garganta. Porque el amor sea quizás eso, un par de palabras. Y una renuncia. La renuncia de Cyrano, quien después de proclamar su amor se escapa por la pradera sabiendo que Christian recogerá los besos de Roxana. Pero hay algo verdadero en esa escena. Tal vez el amor sea apenas esas palabras susurradas, esa esperanza de letras y sonidos –sonidos que son audibles en el “Mild und Leise” de Wagner, en “Óleo de una mujer con sombrero”, de Silvio Rodríguez, o en “Eu sei que vou te amar”, de Jobim y Vinicius–.

Después de todo, quizá el amor sea apenas la conmovedora música que nos acompaña en este trayecto surcado de hijoputeces, sonrisas y pesares.El amor es la palabra. Es el “yo no quiero nada” de un Almafuerte que en realidad lo quiere todo. Es todo lo que se dicen, todo lo que se miran, lo que se sugieren, lo que coinciden, lo que se escuchan Celine y Jesse, en Viena y en París durante las tres horas y media que duran esas dos películas maravillosas –Antes del amanecer y Antes del atardecer–. Es, claro, ese susurro imperceptible para el espectador que pronuncia Bob Harris (Bill Murray) en el oído de Charlotte (Scarlett Johansson) en las calles de Tokio. Y la enigmática sonrisa de ella.Es el llanto de un hombre que ruega porque no lo abandonen y la pizca de paprika que ella le pone callada y cómplice a la salsa en la cocina. Es el “placer de coincidir” y el “derramarse”. Y son las ganas de matar, también, porque hay en cada Otelo tanto amor como en cada Anna Karenina. Se me ocurre que cada vez que amamos –además de ponernos cursis como en este contratapa– devenimos otros, somos un poco todos los que amaron. Somos Marco Antonios y Cleopatras, Quijotes y Dulcineas, Hernáncorteses y Malinches, Diegos y Fridas, Catulos y Lesbias.

Nada hay más humano que esa imposibilidad. Nada más contradictorio que esa amalgama de carne, madera, besos, fluidos, gemidos, acaboses y dolores. Eso nos une. Nos hace historia.

Por eso, muchachita mía, en este día despreciable de San Valentín, te digo: “Si no hay amor que no haya nada, entonces, alma mía, no vas a regatear”.

Publicado en el diario Crítica, 15 de febrero de 2010.

domingo, 2 de enero de 2011

Noche Mala



Hernán Brienza

La Farola de Congreso y Cabildo. Miércoles 8 de diciembre. Vencidos. Moscato, pizza y fainá. Mariano repite como una letanía: “Por lo menos no dieron la vuelta”. Lucas opera por celular la presentación de un candidato en una charla el fin de semana y Ezequiel pone cara de “uy, qué divertido comer en un restaurante donde va gente común”. Yo miro la repetición de los cuatro goles por el televisor gigante. Lucas corta y dice en vos alta: “Papá, hace cuatro meses que te separaste. Es hora de que vuelvas a ponerla”… Silencio. La señora de la mesa de al lado se atraganta, el marido mira con compasión, como diciendo esas cosas pasan, las cuatro cuarentonas teñidas de colorado se dan vuelta para burlarse. Bajo la voz y confieso: “Bueno, con la flaca no lo hacíamos desde hacía seis meses”. El tipo de la mesa vecina me mira como diciendo: “No, pibe, si decís seis meses es porque por lo menos no lo hacés desde hace un año”. “Bueno, un año y medio, entonces –confirma Lucas- Hay que meter mano en el asunto, entonces, ¡papá!”. Odio el porteñismo de Lucas. Ezequiel, de impecable remera de entrenamiento de River –el tipo ni sudó a pesar de haber estado cuatro horas en la San Martín al sol- sale con autosuficiencia en mi defensa: “Bueno, mano debe echarle al asunto, el pobre. Pero dejalo tranquilo, el sexo está sobrevaluado. No seas noventoso”.

Silencio absoluto.

Las coloradas de la mesa de adelante se dan vuelta y lo semblantean. Ezequiel retoma: “Nada más incivilizado que el sexo. Es brutal, machista, posesivo. Atrasa”. Mariano y Lucas, le van a saltar a la yugular, cuando una de las chicas interrumpe irónica: “¿Perdón, pero no te interesa el sexo?”. Está buena la mina. Cincuentona, pero está buena. Después de un año y medio para mí se parece a Nicole Kidman en Moulin Rouge. Con desdén, Ezequiel, la mira, le dice: “Lo necesario, apenas”, y le da la espalda. Lucas insiste: “Tenemos que conseguir que esta Navidad tengas una Noche Buena”, dice sonriente. “Y se piensa que acaba de descubrir el humor inglés el muy salame”, me digo en silencio.

Nicole Kidman se levanta de la mesa y sale del Restaurante. A los 123 segundos, Ezequiel sale con un cigarrillo en la mano y la aborda. Conversan. Los miro a través del vidrio. Ella ríe. Él, habla con mimoso desdén. Vuelve apurado. Dice en voz baja: “No falla, intrepidez y displicencia. Lo que ellas quieren”. Me voy, los dejo, mañana les cuento.

Vuelvo al departamento. Paso Navidad en los de mis viejos. Los chicos se van con la flaca a lo de mis ex suegros. Busco mis agendas viejas. Me quedan: dos ex novias, tres compañeras de la facultad, la abogada aquella con la que coqueteamos en las jornadas de Estado y derecho a la diversidad. Y, claro, el celular falso de Alejandra, la chica de Praga. Las llamo a todas. Ninguna de ellas existe, obviamente. Excepto, Celeste, claro, aquella piba de la Facu, que se moría por ser militante revolucionaria y paseaba su amor por mí en sus ojos, allí entre el flequillo negro cortado a la altura de las cejas y su sonrisa imborrable.

Me atiende. Recuerdo su voz. Su risa alegre y burlona. Hablamos una vez. Otra vez a los dos días. Me llama al sábado siguiente, me dice que después de las 12 no hace nada en Navidad. Que espera mi llamado “ansiosa por volver a verme, por volver a pasar una Noche Buena como cuando teníamos 20 años ¿te acordás de aquellas noches?”. Obvio, me acuerdo, cómo olvidar esos fines de semana del invierno del 92 en la quinta vacía de sus padres donde el amor comenzaba los sábados a la tarde y culminaba los lunes entre besos, lagañas y mates de ayer. Cómo olvidarme de la última mujer con la que me acosté antes de la flaca. Con la que cantábamos juntos en la cama: “Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres”. Quedamos en hablar en hablar el 24 a las 22 para ultimar detalles.

Viernes 24. Mesa en lo de mis viejos. Soledad absoluta. Mi vieja con las manos ajadas, mi viejo caminando lento, escuchando poco, repitiendo mucho. Llamo a Celeste a las 22.30. Recuerdo las palabras de Ezequiel: “Temeridad y displicencia”. A mitad de la conversación, le digo en un pasaje de la charla: “Celeste, vamos a tomar un café, total, el sexo ya está sobrevaluado ¿no?” Silencio del otro lado del auricular. “Ah, pero vos estás echo un boludo de verdad, entonces… Devolveme al flaco de los noventa ¡por favor!”, dijo después de un silencio y antes de cortar.

Ajenos, los viejos, preparaban los turrones para las doce. Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres… Y mi viejo me dijo: “Escuchamos unos tanguitos, flaco”. Por alguna razón extraña, mi viejo sigue diciéndome “flaco” como cuando tenía 15 años, aún cuando haya aumentado más de 20 kilos. Me siento en el sillón, lleno mi vaso de Bourbon. En el tocadisco, Carlos Gardel canta: “Otario, que andás penando sin un motivo mayor, ¿quién te digo que en la vida todo es mentira, todo es dolor?” Sonrío. Una buena. El 2011 no puede ser peor que este año que se va.

Publicado en la revista Bacanal de Enero de 2011