jueves, 17 de marzo de 2011

Postal del verano


Hernán Brienza

Todos tenemos en la vida un deseo inconfesable, un secreto jamás contado, una anécdota inventada, una mascota que nos alumbró la infancia y un amor de verano que, lleno de sol, nos dio valor para enfrentar más de un invierno. Todos hemos sido víctimas de su magia y de su influjo; y sobre todo de su nostalgia.

Los amores de verano –es hora de admitirlo- cuentan con demasiada buena prensa cuando son, el realidad, el paroxismo de la cursilería, de lo kitsch. Un varón y una mujer tomados de la mano con sus pasos marcados en la playa, un abrazo con un lago detrás, una pareja acostada en una pradera florida surcada por un río, un poema meloso y un aforismo pringoso bastan para hacer de la felicidad un póster colgado para vender en el kiosco de diarios de una estación de subte. Una mantecada digna de una telenovela mexicana y un constante homenaje a esa felicidad de The End de las comedias románticas de Hollywood.
Pero hay más. No sólo la concepción teórica del amor de verano es una desgracia. También tiene obstáculos en su pragmática. La piel castigada por el sol raspa, duele, quema. Los ojos astillados por el agua salada engañan nuestros sentidos. Los granitos de arena como terceros en discordia se introducen en lugares incomodísimos. La humedad en el río o en el mar no es la misma, no es cómodo, ni siquiera para nosotros; es hora de que alguien lo diga para que se acabe el mito del sexo acuático.

Sin embargo, el principal problema es el engaño ontológico. En vacaciones no somos nosotros. O peor, quizás somos todo aquello que deseamos ser, con lo cual la mentira se realiza con premeditación y alevosía. En ese hotel de Yacanto al que fui durante enero sin mis hijos –que veranearon con “la flaca” en la casa de Uruguay de mi ex cuñadito, claro- fui mucho mejor de lo que soy. No sé si habrá sido la inspiración del cerro Champaquí, el cielo oscurísimo de las noches o simplemente las empanadas criollas dulces que preparaba la cocinera de la posaba, lo cierto es que allí, en la veleidosa provincia de Córdoba fui otro.

¿Qué significa ser Otro? No se trata de hacerse pasar por Otro. Es decir, jugar a ser periodista, taximetrero, corredor de Fórmula 1 u exitoso hombre de negocios. Ese engaño es para los principiantes. Ser Otro es lograr hacerle creer a los demás veraneantes del hotel que uno es todos sus problemas resueltos. No que es perfecto, no se trata, a esta edad, de esa bobería. Simplemente, se trata de que los demás crean que los problemas que a uno lo extorsionan en Buenos Aires (o su lugar de origen) no existen o ya fueron resueltos. Podría decir que uno es el Otro que lo complementa.

Allí en ese complejo de cabañas, con pileta comunitaria, con restaurante con platos como sorrentinos de cordero a las finas hierbas o trucha marinada con mil hojas de papa, con vinos caseros y aceites de oliva o aceto de frutas del bosque, con esos parlantes funcionales que reproducían los cuartetos de cuerdas de Haydn o los conciertos de piano de Schumann o los nocturnos de Skriabin o Satie. Arrojado sobre mi reposera de madera bajo el algarrobo, leyendo a Zweig, imaginando ciudades invisibles con Calvino, yendo de la orgánica decadencia de Philip Roth a la frialdad reconfortante de la piscina, con mis “anteojos negros de carey y los auriculares en la sien” me creí completo y complejo.

Fui mentira. Y no hay nada más cursi que la mentira. Toda afectación, todo autoinvento, no es otra cosa que el descalabro Kitsch de uno mismo. Los amores de verano son, quizás, uno de los peores males que han inventado los sentimentalistas para combatir el romanticismo en este mundo.

P.D.: Confesión: Sí, soy un resentido. Si no hubiera estado más sólo que un perro malo en ese hotel, esta postal sería completamente distinta. Seguramente, habría escrito loas a los amores de estación que nos permiten ser mejores, ser como siempre nos soñamos, como un buen final de una comedia romántica de Hollywood.

Publicado en Revista Bacanal, el mes de MArzo de 2011