lunes, 4 de abril de 2011

Cristales de Bohemia


-Hola…
-…
-Hola, pibito… Supongo que no te habrás olvidado de mí ¿no?
-Alejandra -dije con voz dubitativa- La chica de Praga…
-¿Cómo la chica de Praga? ¿Sólo la chica de Praga?
-Bueno, no, si supieras… Perdón, pero ¿cómo encontraste mi teléfono, si yo no te lo di?
-Figurás en guía, bonito… ¿Cómo estás?
-Bien, qué bueno que llamás, así puedo decirte que ya logré olvidarme de tu pelo lacio negro con un mechón sobre la frente, de tu metro sesenta y cinco, tu figura delgada, tu caminar acompasado, de tus ojos marrones dulzones, de tu nariz personal y tu boca apenas generosa. Y de tus besos y tus manos, claro…

Del otro lado del teléfono, ella emitió una risita apenas pudorosa, de muy buen gusto y dijo, simpática: “qué taraado”. Y yo, derretido, la imaginé mordiéndose el labio inferior como burlándose de mí.
-Quiero verte… -dijo resuelta. No fue un pedido, no fue una orden, fue una decisión. Y dijo cancherita:
- ¿Te asusta?
-…
-Sí, te asusta…
-Alejandra ¿No te casabas, vos? –pregunté rogándole a mi doméstico dios inexistente que me dijera que ya no, que se había arrepentido, que ahora era una mujer libre, que Praga le había transformado la vida y que no podía vivir sin mí.
-Sí, me caso, por eso te llamo…
-No entiendo…
-Sencillo: Por lo que escucho no pudiste olvidarte de mí ¿no es así?
-Absolutamente, Alejandra, no dejé de pensar en vos ni un solo día…

-Lo sabía… Yo en quince días me voy a convertir en una señora. Durante dos años vamos a hacer el amor todos lo días, después tendremos hijos con mi marido y cuando me quiera acordar la cotidianidad va a devorar mi amor y me va a transformar en una mujer transparente, quejosa, obligada a matar a la melancolía yendo a un gimnasio, o a ocultar a la Alejandra que soy ahora detrás de la fachada de una cuarentona espléndida de sonrisa artificiosa y, con un poco de suerte, y gracias a mi trabajo tendré el dinero necesario para darme el gusto de viajar, leer, comprar ropa, ver crecer a mis hijos… Pero mi marido, el mismo que ahora me ama, teniéndome, me va a olvidar… Y quiero ser inolvidable, al menos para un hombre en mi vida.
-Bueno, Ale, yo creo, sin embargo que se puede, que si construis bien, una relación sólida, basada en el diálogo, mi ejemplo no es el mejor, pero… -dije sin convicción antes de que ella me interrumpiera…
-Ay callate, por favor, te odio cuando te ponés cursi… Esta noche paso por tu casa, se acabó…

Hacía un inusual frío para una noche de marzo. Alejandra estaba bonita como una noche con dos lunas. Llevaba botas oscuras y una falda larga negra, una polera blanca y sobre todo eso una ruana al tono con guardas pampas. Sus ojos marrones brillaban y por momentos contenía la respiración y luego suspiraba levemente. Si no se hubiera tratado de Alejandra me habría convencido de que estaba enamorada de mí. Hablamos, claro, de aquella noche que nos encontramos en Praga, de nuestros respectivos regresos, de nuestras desilusiones, de sus miedos, de los míos, le confesé que no había vuelto a tocar a una mujer, y ella sonrío con una ternura que nunca antes le había visto, me dijo que ella sabía que jamás en toda su vida iba a poder hablar con su marido como lo había hecho conmigo aquella noche. Bajó la mirada, cuando la levantó, llevaba en sus ojos una melancolía suplicante. Me quedé callado ¿Tenía derecho yo a decirle que dejara todo? ¿Qué se embarcara en una aventura con un fracasado como yo? ¿Qué garantías podía ofrecerle? Ella sonrió resignada después de mi breve silencio.

-Gracias- susurró.

Después pasó lo que ocurre siempre. Ella fue hasta el viejo tocadiscos, buscó entre mis discos la sinfonía quinta de Mahler. “¿Me perdonás que sea un poco cursi yo, ahora?”. Sonreí con miedo. Ella se acercó. La acaricié lentamente. Volvía a tocar el cuerpo de una mujer después de un año y medio. Ella notó que estaba nervioso. Me besó, continuando el beso quebrado aquella noche en la puerta de su habitación en Praga. Hicimos el amor toda la noche. Ella se sólo se distraía para poner una y otra vez el adagietto y volver a la cama.

No dormimos, claro.

Con la luz de la mañana, ella se arregló el pelo, recogió su ropa y sonrío nerviosa. No le pregunté si volvería por miedo a la respuesta de un “jamás”. Y tampoco le pedí su teléfono. Ella abrió la puerta, con los ojos llorosos me dijo: “Nunca me voy a olvidar de Praga”. Y pronunció mi nombre por primera vez. Siempre sorprende nuestro nombre en los labios en la mujer de la cual estamos enamorados. Le sonreí y le respondí: “No seas tan cursi, piba”. Y ella se largó a llorar y reír. “Vamos a desayunar al bar”, invitó. Llovía, apenas. En la calle solitaria, caminamos juntos hasta el café de la esquina. Ella, una mujer que iba en camino a ser “señora”, me tomó del brazo, a mí, que de una forma desoladora había vuelto a ser un hombre.


Publicado más o menos textual en el número de abril de la revista Bacanal