domingo, 9 de diciembre de 2012

Los amantes debutantes




Marcos y Mariela eran esos típicos amigos matrimoniales. Los conocimos con la flaca en el primer departamento de la avenida Nazca. Vivían en el mismo piso, al fondo. Eran un poco mayor que nosotros y ya tenían hijos chiquitos cuando nos mudamos allí. Fueron durante muchos años como nuestros guías o tutores. Por eso cuando les anunciamos que nos separábamos, Mariela lloró desconsoladamente y Marcos por poco me agarra a las trompadas por una discusión estéril sobre fútbol. Habíamos pasado casi dos años sin vernos, por eso su llamado y su invitación a comer un asado en su casa me sorprendió. “Casi como en los viejos”, dijo él. “Casi por que va a faltar ella y yo sigo sin poder ser feliz”, pensé yo.  Llevé un vino caro. Señal inconfundible de que ya no había la misma intimidad que antes. Y me esperaron bien vestidos. Señal inconfundible de que ya no éramos amigos como antes.

Marcos me contó compungido la novedad: “Vos hace mucho que no la ves a Natalia. Ahora tiene novio y ella insistió porque quería presentártela. Como vos sos como un tío para ella… Cosas de chicos, viste como son”. Hacía exactamente tres años que no veía a Natalia. Creo que después del cumpleaños de 15 la había visto una vez, porque ella siempre salía con amigas. Estaba sentado en uno de los sillones del living, cuando sentí ruidos en la parte alta de la casa. Entonces, bajó Natalia con su novio. Estaba hermosa. Estilizada, con su pelo castaño oscuro lacio, su boca pequeña y apretadita en trompa, sus ojos marrones, con los pómulos apenas ruborizados por el pudor y por la alegría de volver a verme. La abracé como cuando era una nena y la levanté un poco del suelo. Ella se río, como cuando era una nena. Y me presentó a Leandro, su novio. Un primor el pibe, la verdad.

Mariela puso un disco de Serrat en vinilo, como en las viejas épocas. Nos sentamos a comer e iniciamos la liturgia del “pedido de mano”.  Con Marcos sometimos a Leandro al más piadoso de los interrogatorios entre risas y complicidades. El pibe transpiraba, sufría, se divertía, sonreía tímido. Entonces, le tomó la mano a Natalia y se miraron. Y allí ocurrió el milagro. Allí entendí que era lo que yo tanto anhelaba y que nunca más iba a encontrar: esa sensación de ser un debutante en el amor.

Allí frente a mí, estaban Natalia y Leandro “preludiando la sinfonía del hombre y la mujer”. Se les notaba la ternura que los entretejía, como si uno pudiera intuir ese poema de Neruda que los ayuda a calmar su sed. Ella en un momento lo abrazó y el hizo un gesto particular que sólo otro hombre puede reconocer: él sentía que recién en ese momento, al lado de ella, se había convertido en hombre. La contuvo con los brazos y allí sí todos nos dimos cuenta de que para ellos nada valía la pena a su alrededor. En sus miradas se les notaba ese secreto alarde de creer que estaban inventando el amor, que ninguna otra persona había sentido jamás lo que ellos estaban experimentando, y que pretendían guardar la llave para que ninguno pudiera arrebatarle ese misterio. Los miro. Son primaveralmente felices. Y los imagino en despedidas interminables, besándose, sin poder decirse adiós, volviendo a sus casas, separados, soportando ver pasar las horas lánguidas en un rincón, abrazados a la almohada y susurrando sus nombres como una oración.

Después del helado, Natalia hace la pregunta crucial: “¿Y? ¿qué te parece, tío?”, me dice. Yo frunzo el ceño y sonrío, cómplice. Es imposible no ser felices mirándolos, pienso. Y es imposible no sentirse el hombre más triste del mundo mirándolos. Lo miro a Leandro y le digo: “Por ahora todo bien -sentencio-. Pero, macho, si la hacés llorar una sola vez, una sola vez, te corto las piernas con una metralleta, te aviso…” Todos nos reímos, y nos servimos vino. Natalia me abraza y me da las gracias. Y yo siento la nostalgia más profunda del mundo. La nostalgia del que sabe que ya se le ha escapado el amor y nunca más va poder volver a sentirlo como un amante debutante.

Publicado en Revista Bacanal de Diciembre de 2012.

lunes, 5 de noviembre de 2012

La Escorpiana II



“Es pelirroja, natural, de ojos verdes –continúa Ezequiel-. Bajita y tetona. Habla sin parar y súper simpática. Obviamente, cuando me habló de su marido, me sorprendí. No me lo esperaba, realmente. Sin embargo, seguí escuchándola”. Lucas se ríe, Mariano se fascina, yo empiezo  a mirar el menú y pido “una nave de begonias disfrazada en finas capas cárnicas con un ensamble de sonoridad natural” que no es otra cosa que un bife con puré de papas en el sutil y boludo idioma de los palermitanos.
“Nos vimos un vez más en un hotel. Nos encamamos, obviamente. Brutal en el sexo… caprichosa, demandante, insaciable, amorosa e insoportable. Una experiencia pocas veces vivida, se los juro –dice entusiasmado Ezequiel, sin ese desdén elegante que lo caracterizaba-. Se movía lentamente con el cuerpo, pero allí abajo era un maremoto. Y terminó enloqueciéndome. Si no hubiera sido yo, me habría enamorado perdidamente”, concluye dando la razón a todas aquella que dicen que a los hombres nos enamorar la magia en la cocina y las piruetas en la cama.
“Piruetas, no, capo: intensidad”, me corrige Ezequiel.
El mozo “flirtea” con Mariano, quien no tiene mucha delicadeza para decirle que a él no le interesan los tipos y pone voz de “uruguayo” como si eso fuera suficiente para que al compañero gastronómico le quedase claro que no le gustan los hombres. Lucas sigue con su telefonito y yo lo miro divertido a Ezequiel, como si estuviera ante la presencia de un cazador cazado.
-Hasta ahora no entiendo el problema- le digo.
-Porque a vos no te llamó desesperado el marido y te invitó a tomar un café al día siguiente…
Silencio en la mesa. Lucas le quita los ojos al celular. Mariano abre los ojos sorprendido. Yo levanto las cejas pidiéndole que siga.
-Fuimos a un bar. El hombre era un esclavo. Ojos hundidos, hombros hacia abajo, demacrado. Con la mirada baja me pidió: “Tenés que ayudarme a salvar mi matrimonio”. Juro que no entendía nada. Yo, él tipo con el que la mujer le había metido los cuernos tenía que ser el salvador de su matrimonio. Pero ¿por qué? ¿qué sabía? ¿hasta cuánto le había contado ella? Pronto develó toda su desesperación: “Ella me dijo que sos un buen tipo. Que no la quisiste tocar porque estaba casada. Entonces, me mandó a convencerte a mí. Quiere que hagamos un trío. Quiere que yo la vea con otro. Y si no lo hacemos, me dijo que me deja”.
-Obviamente, rajaste- dijo Mariano ofendido como si fuera el marido ofendido.
-No, es tan boludo, que se acostó con los dos…- sentenció Lucas y no se equivocaba a juzgar por la sonrisa nerviosa de Ezequiel.
-Fue en territorio neutral para no correr riesgos. Un Telo. Lo pagó él. Estuvo de primera. Nunca vi gozar a una mujer tanto con la maldad propia. Cuando terminamos, ella lo abrazó, lo miró, y le dijo que lo amaba como nunca había amado a otro hombre en su vida. Yo me sentí de más, y me fui sólo. Les juro que, por un momento creí que había encontrado a una pareja perversamente feliz y me sentí contento de haber sido útil.
Respiramos todos. Impresionados. Sorprendidos. “Bueh –resopló Lucas- un cuentito de hadas posmoderno -dijo con desprecio, mientras tomaba el Campari con naranja de aperitivo-. Pensé que era más jugosa la anécdota con la paranoia que entraste”.
-No terminó ahí, Lucas –dice dando vuelta la cabeza y mirándolo-. Al otro día me llama la mina llorando. Me informa que le había confesado todo al marido y que él me quería matar porque me consideraba un traidor, entre otras lindezas. La insulté y le pregunté para qué se lo había dicho. Hizo un silencio y con una voz en la que intuí una sonrisa perversa me respondió: “No sé, no sé, soy escorpiana…”
Lucas largo una risotada y sentenció divertido: “Una maga, una maga”

Publicada en la revista Bacanal en el mes de noviembre.

La Escorpiana (I)



Ezequiel entra al restaurante con rostro serio, preocupado, conspirativo, paranoico.  Mira hacia los costados, perseguido. Lucas levanta los ojos, sonríe malicioso, contesta un mensaje de texto y dice:
-Otra vez se metió en quilombos, el tilingo este…
Se sienta en la mesa. Nos mira y nos dice. “Uf, no saben lo que me pasó”. Mariano lo mira divertido. Quizás en términos sexuales sea el más funcional de los cuatro: está casado desde hace años, se lo nota feliz, dice que tiene sexo con “cierta regularidad”, que el matrimonio es un colchón que amortigua los golpes de la vida y que él no tiene ningún reparo en sacrificar un poco de adrenalina con tal de no sufrir las palizas. Como me confesó él mismo alguna vez: “Yo renuncié a la Felicidad para poder ser feliz”. No sé muy bien de qué posters barato lo habrá sacado, pero para Mariano es una genialidad que repite a todo el que quiera escucharlo.
Lucas, en cambio, es putañero. No le importa mucho las relaciones con “hondo contenido humano”. Para él la vida es más bien “tiros y tetas”, o mejor dicho, “operaciones políticas y tetas” y la cosa llega a la perfección si las tetas son el resultado o parte de alguna opereta política. Para él el sexo es poder, sometimiento, relajo. Su frase favorita es: “Las mujeres creen que el semen de un hombre transmite poder, por lo tanto, cuánto más poderoso sos, más te desean, no importa si sos flaco, gordo, pelado, viejo o una ameba. Ni siquiera es la guita. Lo importante es el poder”. Su filosofía cruel está en las antípodas de mi pensamiento. Pero a juzgar por los resultados comparativos, creo que su postura es más efectiva y menos dolorosa que la mía. Como se sabe, lo mío es un desastre, algo así como una tempestad sentimental patética y adolescente.
Ezequiel, en cambio, había logrado toda mi admiración. Me resultaba sensible y ganador, equilibrado, independiente de las mujeres pero sin misoginia ni machismos innecesarios. Un dandy, el tipo. Sin embargo hoy está desconocido, como si se le hubiera caído encima toda la estantería de su experiencia.
-Es escorpiana- afirma, como si con eso estuviera todo dicho. Lucas lanza una carcajada y Mariano pone cara de preocupación. Yo no doy crédito a lo que escucho: un hombre hablando de signos del zodíaco. Ezequiel insiste, nervioso, como si no hubiéramos entendido nada:
-Y yo soy de Acuario ¿entienden?
-Ni tenemos ganas de entenderte, mamerto- lo cruza Lucas, que de inmediato toma el celular y hace una llamada despreocupado. Mariano y yo miramos curiosos.
-Las escorpianas son puro sexo, brutales, salvajes, insaciables, histéricas, dominantes, manejadoras, perversas, encantadoras, vuelteras, envolvedoras…
-Toda generalización es un acto de fascismo, amigo- tercia Lucas risueño sin dejar de hablar por teléfono.
-La conocí en Facebook… Chateamos, vi sus fotos, bastante fuerte. Nos citamos. Tenía la mirada más profunda que conocí en mi vida: ojos verdes oscuros. Me sedujo de entrada. Cuando intenté avanzar, me dijo: “Hoy no, te lo pido ¿Sabés qué pasa? Me está esperando afuera mi marido, que me trajo. Y no es elegante irme a un hotel con vos ¿no te parece?” Obviamente, le pregunté qué hacía su marido ahí, y me contestó: “Nada, lo pesqué con una mina. Y me pidió que lo perdonara. Bueno, lo perdoné, pero ahora tiene que sufrir lo mismo que sufrí yo por él”.
-¡Una perversa! -exclamó Mariano- ¡Imagino que la echaste a la mierda!
-Intenté, intenté… -se excusó Ezequiel- Pero esperá que te sigo contando…
  
Publicado en Revista Bacanal, en el mes de octubre...

martes, 4 de septiembre de 2012

La mujer silvestre




Soraya está desnuda sobre la cama. Mira desafiante con una sonrisa irónica en la boca y el pelo desparramado sobre la almohada blanca. Su cuerpo oscuro contrasta con las sábanas desparramadas. Tiene los ojos negros como el olvido, como metaforiza el tango. Y su piel todavía sudada resuma sus deseos. La miro desde la puerta del baño. Se despereza, se retuerce, se toca como al pasar, como invitando, como diciendo que todavía tiene su sexo allí colocado en el lugar de las ganas. Entorna lo ojos, se mima los pechos y pronuncia mi nombre. Quiere más. Y lo hace saber. No hay estrategias. no hay tácticas. Está ella y su natural forma de amar. No tiene esa soficticación sensual de la mujer citadina psicoanalizada. Es naturaleza pura para el sexo.

-Mirá que no me cansó, eh... yo quiero fiesta fiesta- dice guarrona imitando al chofer de la camioneta de una vieja publicidad, y lanza una carcajada.

Es silvestre. Aún para mí que me crié en un barrio subalterno de la ciudad de Buenos Aires. Pero no es bruta ni burda. Tiene un encanto particular. No tiene pliegos. No tiene récodos. No tiene vueltas. Dice lo primero que se le viene a la mente. Y desdeña el pudor porque sabe que la vergüenza condena al aburrimiento. Ella manda. Y le gusta. Pide. Toma y obliga. Me sumerjo entre sus piernas. Me tironea del pelo. Me pide que use mi boca. Le obedezco. Disfruta. Levanta el torso, se acaricia, se toquetea. Se divierte.

No para. Explica por qué le gusté. Porque era dulce. Porque le gusta mandar. Porque se nota que soy complaciente. "Gauchito", dice ella. Me pone boca arriba en la cama. Me sujeta las manos al respaldar. Y se sube. Pone una mano en su pecho y comienza a buscarse. Lentamente. Lentamente. Con brutal ternura. Se mueve. Va y viene. Se acomoda. Frena. Vuelve a la carga. Por momentos se tira contra mi cuerpo y me abraza fuerte. Se busca allí, con sus manos en mi cara, serpenteante sobre mi cuerpo. Cuando se levanta ya no es la misma. El cabello moreno enrulado le estalla sobre la cabeza, sobre los hombros. Y los ojos le brillan. Entregado a su placer, disfruto como hace tiempo no lo hacía. Ella simplemente me monta. Atras y adelante. A los costados. En redondo. Arriba y abajo. Me dejo hacer. Ella gime. Y me mira a los ojos con una profundidad abismal. Tiene en su mirada una hosquedad de patio de tierra. Sé que está por llegar al orgasmo. Súbitamente, al mirarla a los ojos, siento ganas de que se lleve todo de mí. Sonríe sabedora. Mide mi placer. Mis gemidos. Mis palabras. Busca el ritmo de los dos y lo encuentra. Lo demás es humedades y olvidos de la muerte.

Finalmente, se abraza a mí. Se pega. Se afirma a mi pecho. Descansa aferrada a mi espalda. No me puedo mover. Me besa en la boca. Me mira y sus ojos se cruzan un poco por la cercanía. Siempre me pareció que esa mirada estrábica en la ojos de las mujeres cuando se acercan mucho las hace más hermosas.
Luego se pone de pie. Se viste con melancolía. Ordena: "Llevame a mi casa, por lo menos, porque no pienso irme sola hasta el conurbano". La miro y le ruego: "Quedate a dormir, negrita". Me sonríe burlona: "Ni loca -responde- Llevame, guacho. ¿O te pensás que porque no me vas a ver más no estás obligado a ser caballero conmigo?" Me sorprendo. "Por mí te seguiría viendo, Soraya", le sugiero. Ella me mira con sus ojos profundos y responde: "Por mi no hagás cumplido, gringuito. Somos muy distintos ¿Quién te dijo que yo quiero volver a verte?"


Publicado en Revista Bacanal en el mes de agosto de 2012.

jueves, 9 de agosto de 2012

Macho en ascenso



“De Lanús… Gallina”. Sonrío. Último partido de River en el Nacional B. Monumental repleto. “Porque tengo aguante no como vos que sos de la B”. Enarco la ceja. Marco en el celu: “No te hagás la piola…” Lucas está nervioso. Asegura que se juega la vida en los próximos 90 minutos. Ezequiel está brotado.

Despeinado –por primera vez desde que lo conozco- y con sarpullidos por todo el cuerpo. Se rasca como un sarnoso. Mariano está sereno. Como Julio César durante la tempestad, tranquiliza: “Muchachos, ya está. Grondona nos mandó a la B, ahora nos hace volver, cobrando lo que el árbitro quiera… van a ver”. Lucas insulta: “¿Saben qué me contó un alto funcionario de la ciudad con intereses en River?” Los tres damos vuelta la cara y lo miramos atentos. Él estira el misterio. “Que la orden que le dio Grondona a Pezzotta fue `vos no hagas nada que estos se van solos`. Clarísimo, ¿no?”

“Qué, qué me vas a hacer? Si ni te animás”, continúa buscando roña Soraya a través de la pantalla del IPhone. “Después hablamos. Beso”, respondo malhumorado. “Uuuuuu ta asustado el gallinita”, escribe. Comienza el partido. El Monumental es una caldera.

-Odio a Giunta, lo odio, bostero h…- repite enfermo Ezequiel, que no parece el Ezequiel al que estoy acostumbrado a ver.

-Y no les cuento lo que pasó en el ámbito de la política nacional con Grondona… No, no, eso no puedo contárselos- dice Lucas resuelto.

“Estás en la cancha, Noni? Imagino que estarás nervioso. Me encantaría estar ahí con vos. Irina”. Sonrío. Pero esta vez es una sonrisa con autosuficiencia. Le escribo: “Estás viendo el partido?”. Y suena otro mensaje en el celular: “No te calentés con esta pobre chica del sur”. Reconozco que me gusta el estilo frontal y socarrón de Soraya. Hay algo en su estrategia de guerra que me excita como un animal. Ezequiel me mira con cara molesta. “Va media hora de partido, queriiiido –protesta alargando la i- y vos dale que dale con el celular del orto ese”. Lucas lo mira extrañado.

-Se supone que el fanático soy yo, Eze, aflojale…

-Es que no se concentra, no toma conciencia de la gravedad del asunto- explica circunspecto. Mariano se ríe:

-No se peleen, che… En el segundo tiempo nos regalan un penal y listo. Tranquilos.

Guardo el celular y espero el entretiempo. Apenas, terminan los primeros 45 minutos, suela el celular. “Perdoná, querido, -sí, obvio que reparo en el querido- pero Martín está llorando desde que empezó el partido. Dice que el lunes lo va a cargar toda la escuela y que se va a tener que agarrar a trompadas con todos los de Boca ¿lo podrías convencer de que van a ganar? Te lo paso”. Martín llora. “¿Qué pasa, campeón? Tranquilo, yo te prometo que ahora hacemos por lo menos dos goles y el lunes tus compañeros se mueren de bronca”. Balbucea, pregunta si no le estoy mintiendo y se despide. Antes de cortar, escucho su voz inocente diciéndole a la flaca: “Papá me prometió que íbamos a hacer dos goles”. Yo corto. Se me estruja el alma. Pienso en que todavía hay estúpidos que no entienden lo que significa el fútbol.
Pasan los minutos. Trezeguet hace el gol tras una jugada en off side de Funes Mori. Mariano y Lucas sonríen. Ezequiel se alivia. Yo recibo dos mensajes de texto: uno de Irina y otro de Soraya. Les contesto. Penal para River. Trezeguet lo erra. Tres mensajes de texto: se suma la flaca, angustiada. Segundo gol de River. Ahora sí, la felicidad es completa. Me llama Martín llorando y me dice: “¡Papá, vos sos lo mejor que me pasó en el mundo!”. Ezequiel llora. Lucas ríe cínico. Mariano me abraza como cuando éramos pibes del colegio. Suena el celular. Un nuevo mensaje de texto:  “Nada. Vi que jugaba River y pensé en vos. Te felicito. Soy Alejandra, la chica de Praga, obvio, por si me olvidaste”.

Apago el celular. Juro que odio a las mujeres tanto como al fútbol. Entonces, miro a los muchachos, nos abrazamos los cuatro en fila parados arriba de los asientos y empezamos a gritar y a cantar. A desahogar el ascenso tan deseado. A exorcizar demonios futboleros.

Publicado en Revista Bacanal en el mes de agosto.

lunes, 2 de julio de 2012

Hombres eran los de antes

Alguna vez leí que en las familias las generaciones buenas y malas vienen intercaladas. Es decir que a un padre emprendedor y decidido, le sigue un hijo tímido y quedado; a un padre expansivo y ambicioso, un badulaque y un despilfarrador, a un hombre apto para todo lo sucede un bueno para nada. Mi padre fue piloto de avión, mecánico, obrero de fábrica, taxista, bancario, boxeador, lector, escritor, periodista y trompetista, yo apenas pude ser un abogado relativamente exitoso. Para lo demás soy un completo y absolutamente inútil. Es decir soy el eslabón fallado en la cadena familiar que me tocó ocupar.
Por suerte mis hijos me redimirán, o al menos esa es mi esperanza. Y dentro de las cosas de este mundo hay tres seres vivos que son incomprensibles para mí: la computadora y el auto. Y como no puedo comprenderlos, obviamente, echo mano al pensamiento mágico para explicar sus disfunciones.
Desde la teoría conspirativa del virus introducido por la contraparte para impedirme que realice mis presentaciones judiciales a término, hasta la complicidad de las leyes del universo en el hecho de que el coche no arranque para que no pueda llegar a tal o cual cita hasta el animismo primitivo de otorgarle voluntad propia a las máquinas del demonio pueden encontrarse en el menú de respuestas posibles cuando la pc se tilda o el auto decide pinchar una goma. Por ejemplo: en el último mes, dos veces he pinchado la goma trasera derecha en la zona de Libertador y Coronel Díaz. Demasiadas coincidencia para que sean simplemente una coincidencia.
El otro ser vivo, claro, es la mujer. Con quien también desde hace mucho decidí relacionarme con ellas a través del pensamiento mágico.
Ella es playera de la estación de servicio ubicada a seis cuadras de mi casa. Sencilla. Zapatillas, zoquetes, calzas azul-celestes, llevadas con elocuencia pero no con desmesura, un buzo blanco y la cabellera morena enrulada que le asoma por entre el broche. Se da vuelta y me mira simpática. Piel oscura, ojos negros, una laburante del conurbano bonaerense. Hermosa, con su mirada traviesa y sus dientes blancos como las hojas de un libro recién comprado. Mide un metro setenta. Pregunta sin mirar, pero sonriendo, prestando atención con el rabillo del ojo: “Le llenamos el tanque, señor”.
 A la semana siguiente fui en un horario completamente distinto y la vuelvo a encontrar. La miro y le digo: “¿Te contaron que se abolió la esclavitud?”. Pone cara de sorprendida. Le aclaro: “Trabajás a toda hora…” Se ríe. “No, es que vamos rotando los turnos -explica y se ríe- ¿Lleno?”, pregunta y pronuncia mi nombre. La miro sorprendido. “¿Cómo sabés mi nombre?”. Pone cara de tonta burlándose de mí y agita mi tarjeta de crédito. Reímos. Debo reconocer que me cautiva su pícara dulzura. Tiene algo de salvaje y algo de ingenuidad. Como si tuviera algo de rupestre. O una inocencia silvestre.
 El primer encuentro no tiene sentido por sí mismo. El segundo encuentro puede ser una casualidad. El tercero es el destino, definitivamente. Estoy por salir a la ruta de noche. Paro en una estación de servicio de la misma marca pera casi llegando a la General Paz. Está ella. Tiene un nombre extraño: Soraya. Le doy un beso. Huele a nafta, aceite y perfume de mujer. Hace un gesto de coquetería. Me dice: “¿Si vas a salir a la ruta te reviso agua y aceite, dale?” Acepto. Levanta el capó y mira el motor. “Qué mugre –se queja- ¿No le das mucha importancia al coche, no?” Displicente le contesto: “No, la verdad que no”. Ella me mira y me dice mordaz y despectiva: “Qué raro siendo hombre, ¿no?”. Me quedo callado, herido en mi amor propio. Ella me cobra, y sonriendo me da la tarjeta y la factura. Me da un beso y se va. Arranco. Guardo el plástico y detrás del ticket dice: “Soraya. 155… Llamame hombre moderno.”

Publicado en Bacanal, en el mes de junio de 20121.

miércoles, 13 de junio de 2012

La dura vida del hombre

Odio las citas con mujeres pactadas por amigos. Porque todas, inevitablemente, estás dirigidas al fracaso. Pero también, porque demuestran lo que los amigos realmente creen de nosotros, es decir “cuánto podemos dar” en el mercado del amor. Si consideran que estamos gordos, nos presentan una gordita. Si creen que tenemos cara de boludos, nos traen una boluda. Si piensan que somos unos trastornados, nos convocan una excéntrica. Éstos, una pareja de abogados del club de tenis, habrán pensado que yo soy un cervatillo silvestre e inocente, porque me pusieron delante a la peor categoría de mujeres: la devoradora. Es insoportable. De entrada fija la mirada como diciéndote “si quiero, te desarmo en la cama, pero sólo si quiero yo”, mientras dice que ella toma Cabernet porque lo gusta lo intenso. Después habla con suficiencia, y muestra todo lo espectacular que fue, que es y que será siempre y elige carne de llama porque lo suyo es el exotismo y la originalidad. Para, finalmente, concluir en una marquise que toma como si estuviera viviendo un orgasmo interminable y dice que son muy poco los hombres que la hacen gozar plenamente en el sexo y que ella se considera un “verdadero desafío”. O sea, artificial, agresiva y pretenciosa. Pero lo peor de todo que está buena. Ofensivamente buena. -Yo no soy como esas que viven en la duda perpetua, que nunca saben lo que quieren, que tienen algo pero no se sienten del todo convencidas, que necesitan contención... pero libertad. Yo sé lo que quiero y lo busco… Deborah, así se llama la “cazadora” sonríe cáustica. Mis amigos se miran entre ellos. Sospechan que hay coincidencias y se felicitan con el cruce de miradas. La mujer de la pareja me clavó los ojos cómo diciéndome: “¿viste para un cínico perdedor como vos nada mejor que una comehombres”. Yo continúo: -Y, decime, ¿vos también sos de los que nos tenés tanto miedo a las mujeres de verdad? Porque últimamente me encontrado con histéricos, con miedosos, con tipos que no se animan a concretar, con los que… -Bueno, no es para menos, ¿no? Siguen siendo demandantes y exigen todo… -A ver a ver cómo es eso -pregunta con tonito de maestra siruela. -El hombre va, la pone, la saca, laponelasacalaponelasaca y así un rato, hasta que acaba y dice: “Ah, estuvo bueno”. No le pide ni reprocha nada a la mujer. La mina si termina o no se lo endilga al tipo. “Ay, no, es malísimo, no me hizo llegar bien”… Pero ¡llegá vos sola! Si yo no te pido nada a vos, qué me andás pidiendo vos a mí. Es demasiada presión, tenemos que hacer todos, disfrutá y no me exijas tanto a mí. Yo me tengo que concentrar en me funcione y, encima, en hacerla gozar a ella… Es demasiado!... Laburá un poco vos! Después con absoluta irresponsabilidad dicen “es un pescado, no sabe tener buen sexo”. Uno va con su “no es mucho pero por ahí zafo y se me para” y ella, con cara de asco te mira y piensan “no es mucho, pero por lo menos se le paró, a ver si la sabés usar, haceme llegar”. Y uno quisiera terminar rápido y mirar fútbol, pero se pone a pensar en la abuelita muerta para que ella llegue. Y ella grita y vos te contentás, pero fue una falsa alarma. Entonces, intentás pensar de nuevo en la mina porque si no te pinchás y le das y le das y le das, entonces ella empieza a gemir y a gritar. Y vos cándido, como un mucamo solícito y servicial le preguntás: ¿te gustó? Y ella te mira desganada y contesta: “ay, no me gustan que me pregunten si me gustó. Eso es no tener sensibilidad como hombre”… Y vos tenés ganas de mandarla a la recalcadísima cara de luna y que a la vuelta te traiga un vaso con agua y un sanguche de mortadela! Para peor, al otro día va a tu laburo y le cuenta a las demás: “Na, na, la tiene chica y no la sabe usar”. Y vos que laburaste toda la noche como un pobre Cristo, no volvés a tocar a una compañera de trabajo más en tu vida… Se ríe divertida. Estamos tomando el café en el living. Mis amigos se levantan y van juntos a la cocina. Ella entorna los ojos e invita: “¿Me llevás a casa, no?”. La miro y le contesto: “No creo, es que vine sin el auto”. Publicado en Revista Bacanal del mes de junio.

viernes, 4 de mayo de 2012

Un león herbívoro

Sábado a la noche. Cae la tarde sobre Buenos Aires. Decido irme a bañar. Como si fuera la previa para una salida que no existe. Como cuando era una adolescente y sentía esa emoción previa a la salida, lleno de expectativas, abierto a un infinito de posibilidades. Decido bañarme. Como en un acto de instinto adolescenteprendo el equipo y pongo música a todo volumen: un combinado ochentoso que va desde Soda Stéreo a Sumo sin escalas, pasando, claro, por Fito, Charly y los Abuelos de la Nada. Me baño como un autómata, sin necesidad porque no voy a salir, y cuando salgo, después de hacer un esfuerzo para anudarme el toallón a la cintura, tomo el celular y llamo a Dashi para pedir Sushi. Siempre pido lo mismo: Hot Philadelphia, King Dragon, Shogun y Machu Pica y dos gaseosas para que no crean que como solo como un paria. La telefonista me dice siempre lo mismo: “Perdón, Señor, pero hasta su domicilio no llegamos”, como diciendo, “Nene, vivís de Corrientes para el sur, sos lo menos”. Y yo le contesto: “Qué raro, porque me traen siempre”. Resuelta y cocorita, pide que la espere un momento y tapa el auricular. Cuando regresa me dice: “Sí, señor, perdón por la demora, se lo enviamos a su domicilio, ¿verdad?”. Una hora después suena el timbre. Estoy en zapatillas sin medias, mi shorcito deportivo con el escudito de River y una chomba de un color que no combina con ningún color inventado. Tomo las llaves y abro la puerta descuidado, cuando me doy vuelta la veo a Irina de pie, con una remera de cuello ancho clarita y una minifalda colorada. Me asusto, obvio, no la esperaba. -Se te escapó el Enzo- dice con el Enzo en los brazos que me mira con cara de hacerse el boludo. Intercambiamos unas palabras y la invito a pasar. Me dice que no tiene nada que hacer, que sí, que le encantaría cenar conmigo. Le dijo: “Esperame que pido sushi, entonces”, y voy a mi habitación a hacer como que llamo al delivery. Cuando vuelvo al comedor, ella está sentada sobre la mesa con las piernas recogidas y apoyados sobre una silla. La miro. Está bonita. Más madura. Más mujer. Disimulo la sonrisa. Hace una morisqueta de nena y larga la risotada. No termino de sentirme incómodo. Irina actúa distinta. -¿Te pasa algo?- le pregunto. -Nada, estoy contenta de verte ¿Está mal que esté contenta? -No obvio que no- respondo alarmado. Estamos a un metro y medio de distancia. Ella pone su mano en mi pecho. El gesto es indisimulable. Su mirada enamorada, también. “Sabías que ya cumplí 20”, me dice invitadora. “Me imaginé, porque la gente suele cumplir años”, le digo un tanto antipático. Me acerco un poco más. -Estuve pensando mucho en vos y llegué a la conclusión de que sos un poco tontín y te creés todo lo que te digo… -No entiendo… -Sí que entendés. Y también sabés que lo que te dije aquella vez era mentira… La miro. Entiendo. Podría aliviarle el trabajo, pero no tengo ganas. -¿Qué cosa era mentira, nena? -Eso de que sos viejo -juguetea- Bah, viejo sos, pero me gustás igual… Te lo digo, porque me parece que vos mucho no nos entendés a las chicas. Podría haberme sentido orgulloso, es cierto. También podría haber manejado la situación, claro. Sin embargo, percibí otra vez esa sensación de que el mechón de cabellos sobre la frente se me encanecía cada vez más, que la piel de las manos se me agrietaba con cada segundo que pasaba y que el cinturón estaba a punto de ahorcarme por los kilos de más que llevaba encima. Ya había herido mi orgullo de macho. De todas maneras, la besé en la boca. La miré nuevamente y le dije segundos antes de que tocara el timbre del delivery: -Ya es tarde, nena. Con vos soy un león herbívoro…

domingo, 8 de abril de 2012

Manifiesto de Onán



Nada más desesperante que ver un partido de fútbol por televisión para cuatro amigos acostumbrados a ir a la cancha desde hace casi un año. No se puede gritar, no se puede insultar, no se puede descargar los nervios, ni comprar hamburguesas a precio euro, ni mirar chicas bonitas con la camiseta de River. Sólo queda sufrir. El partido es con Defensa y justicia, un equipo del Nacional B, con camiseta verde y amarilla, que, como si fuera poco, nos pega un baile impresentable. El dueño de casa, Ezequiel, prepara Campari con hielo y jugo de naranja; Lucas, el asesor del senador, corta el arenque marinado, Mariano, la longaniza tandilense y yo me encargo del brie y el queso de cabra. En el entretiempo, Ezequiel pregunta irónico:
-¿Así que la viste a la mina esa de Praga?
-Sí… -respondo.
-Una jodida lo que te dijo- tercia Mariano, solidario.
Durante los cinco minutos siguientes se viene un rosario de lugares comunes en contra de las mujeres. Mientras vemos la repetición de los goles, Mariano, que quizás es el más obvio de los cuatro, concluye: “Y bueh… Digan que son necesarias, que si no…” Lucas levanta una ceja. Está por hablar, pero Ezequiel lo interrumpe. Relata un par de anécdotas de dolores infringidos por mujeres en su juventud. “Por eso, a ponerla y sacarla y nada de palabras dulces”, asegura con suficiencia. Mariano vuelve a la carga: “Claro, pero utilizan todo el tiempo el sexo como método de extorsión”, sostiene. Se rasca la cabeza, mientras se manda una lonja de salame mientras lo corta. “Eh, che, pará que terminemos de cortar”, le espeto. Con la boca llena, continúa con su prédica: “Yo estoy convencido de que a las mujeres no les gusta tanto el sexo –dice con ingenuidad- Entonces, como pueden dominarse se aprovechan de nuestra debilidad. Los usan como intercambio, como una mercancía. En los trabajos, en la calle, en los noviazgos, los matrimonios. Como promesa, como prenda de negociación. Las machistas, las feministas, las inocentes, las guarras. Siempre están dispuestas a bajarse un poquito el escote para sacar una ventaja y luego a levantarse el pantalón cuando consiguen lo que quieren”. Meneo la cabeza. No estoy muy seguro de los que dice Mariano. “¿Vos decís que no? -me interrumpe antes de que pueda hablar- Ellas nos usan. Si están excitadas, para gozar, si no lo están, para negociar. Es así, es así”, repite con resentimiento.
Lucas suspira autosuficiente. Nos mira como con desdén malicioso. “Muchachos, hablemos en serio. No cabe duda de que las mujeres utilizan el sexo como herramienta de extorsión y negociación. Y cuánto más lindas son, más lo usan. El sexo tiene la lógica del mercado: las más lindas valen más y por lo tanto tienen un precio más alto. Tienen algo que nosotros deseamos y están educadas para eso. Su principal herramienta es la histeria seductora. Con ella consiguen lo que quieren. Ellas están educadas para contener, nosotros para ponerla, ponerla y ponerla… Con este esquema, vamos a seguir dependiendo de ellas por los siglos de los siglos, viejo”, dice sobreactuando el enojo.
-¿Ergo…?- pregunta Ezequiel, y le acerca el trago.
-Entonces, hay que aferrarse a la masturbación…
-Nunca mejor dicho- responde Ezequiel y sonríe. Lucas sigue con su Manifiesto Onanista:
-Porque la masturbación es la principal herramienta de liberación masculina. Nos independiza, nos libera, impide que seamos prisioneros de nuestra propia debilidad carnal. El Onanista es el verdadero revolucionario porque pone en jaque el “creced y multiplicaos”, hace temblar los cimientos de Occidente, pone en juego la reproducción de la especie y, sobre todo, rompe con la lógica del capitalismo sexual, del supuesto libre mercado amatorio.
Ezequiel se ríe divertido. Mariano aplaude y lanza un “que viva el dotor, que viva el dotor”. Lo miro y le preguntó: “¿Qué pasó, Lucas, andás con revival adolescente?” Me mira, y entre risas me responde: “Perdón, es que hoy me desperté un poco trotskista”.

Publicado en Revista Bacanal, en el mes de abril de 2012.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Estocada



Primera quincena de febrero. Casa en mar azul, a dos cuadras de la playa. Tipo Alpina, con garage y parilla a un costado. Draculita y Martín se dedican a cazar caracoles de tierra, mi vieja prepara las ensaladas, mi viejo un cordero a la parrilla. Por primera vez en tres días de vacaciones tengo siete minutos y cuarenta y dos segundos de paz. Me siento en la silla playera al borde de la pileta. Ver hacer el asado a mi viejo siempre me produjo una mansa melancolía, como si se tratara de un sereno regreso al territorio de la niñez. Me sirvo un vaso de Syrah, la uva de la última de cena de Jesús, y pruebo el vino. Abro el libro de Poesías Completas de Edward Estlin Cummings que me acompaña desde la noche en que con una novia de la adolescencia descubrimos en la película de Woody Allen Hanna y sus hermanas uno de los poemas más bellos escritos jamás. Leo los últimos versos:

“Nada de lo que podemos percibir en este mundo se compara
con el poder de tu intensa fragilidad: cuya textura
me fuerza con el color de sus tierras,
mostrando muerte y eternidad con cada respiración
(no sé que hay en vos que se cierra
y se abre; sólo que hay algo en mí que entiende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”.

Pienso unos instantes en aquella muchacha con la cual creíamos que inventábamos el amor. Esos amores debutantes tienen la dulce soberbia de hacer creerles a sus protagonistas que nadie los puede comprender porque ellos viven algo único, indiviso, excepcional. La acidez en la boca del estómago me demuestra que ya estoy demasiado cínico para las nostalgias sentimentales y cierro el libro. Mi viejo me pregunta sarcástico: “Flaco ¿vas a seguir jugando mucho más al Primero de Mayo? Armate la picada, dale”. Dejo el libro, voy a buscar los ingredientes y sentado a la mesa preparó una picadita.
La cena transcurre apacible y los chicos se duermen relativamente temprano. Fueron las primeras vacaciones después 20 años que las volvía a pasar con mis viejos. Luego de que todos se retiraran a dormir, aprovecho para tomar el coche e ir a dar una vuelta por Mar de las Pampas. Estaciono y comienzo a caminar solo entre la gente divertida y sonriente. Siempre me ha parecido que la peor condena para un fracasado es contemplar la felicidad ajena. Y siempre he tenido la mala suerte de encontrarme casualmente en la calle con las mujeres en posición sumamente desventajosa.
Bronceadísima, claro. Resplandeciente. Con su pelo lacio, negro, suelto como una injuria. Lleva un solerito veteado muy, pero muy cortito. Y sonríe. Divina. Está acompañada de su marido, obvio. Alejandra me saluda, perversa. Se detiene. Me lo presenta. Él, un tipo agradable, pintón, bien seguro de sí mismo, me semblantea, reconoce que no soy competencia y le dice: “Amor, entro al pub, te espero con los chicos, ¿dale?”. Me mira y dice simpático: “Un gusto, eh, permiso”. Nos quedamos solos. Me mira. Sabe que estoy absolutamente derrotado, hundido en la soledad más desértica. Y hunde el acero de sus palabras: “Qué bueno verte… Te quería agradecer… Me serviste… -hace una pausa cruel- Me serviste para darme cuenta cuál era mi verdadero lugar. Y al mismo tiempo, descubrir lo que realmente quería. Quiero que sepas que soy muy feliz, y bueno, nada… me encantaría que vos pudieras rehacer tu vida”, dice, me da un beso cercano a mi boca y se va. Yo siento un ardor en el estómago. Las piernas me tiemblan. Disimulo. La estocada caló honda. Sigo caminando rumbo a la playa con el estoicismo de un Marco Aurelio. Intuyo el mar, lo escucho como un animal furioso. Miro a la negrura que brama y sonrío meneando la cabeza: “¿Cómo podés ser tan terrible, hermosa y adorablemente hija de puta, Alejandra? ¿Cómo podés?”, repito riéndome solo.

Publicado en revista Bacanal del mes de marzo de 2012.

lunes, 2 de enero de 2012

Canción de invierno



Martín estaba serio. Visiblemente incómodo. Molesto. “El año que viene no quiero ir más a la escuela”, dijo refunfuñando. Draculita, en cambio, estaba de lo más feliz: “Estoy contenta de que vuelvas a ser el novio de mamá, papi”, anunció segundos antes de que la milanesa intentara asfixiarme y la Flaca se acomodara el pelo detrás de la oreja y con todo el rubor en el rostro le dijera: “¿De dónde sacaste esa tontera, Fiore? Me parece que te está llamando la cama a vos…” Fiorella sonrió y sentenció: “Ah claro, claro, me mandan a dormir porque digo la verdad, ahora”. Martín, también se levanta y avisa: “Mejor yo también me voy”.
Quedamos solos a la mesa, como en los viejos tiempos. Cuando los chicos eran pequeños y después de cenar se entrelazaba una complicidad entre ambos, una felicidad serena, de miradas que decían lo que nuestros labios no se animaban a decir: “¿Estamos haciendo bien las cosas, no, amor?”. Y después llegaban las caricias tiernas, las miradas convidadoras, los besos pretendientes. Y luego, claro, a la cama, donde la felicidad se retorcía primitiva entre las sábanas. Nada, ni siquiera la pasión de los primeros tiempos se asemeja a la forma de hacer el amor de un hombre y una mujer que llevan adelante un matrimonio feliz. Nada se asemeja a esa complicidad, a esa experiencia consabida de los cuerpos, las palabras justas, la intensidad necesaria de las caricias, el conocimiento de los recovecos siempre redescubiertos.
No me pregunten exactamente qué es. Pero hay un gesto en su rostro, un achinamiento en los ojos o la forma en que entreabre los labios que demuestran que la Flaca necesita amor. Comienza a hablar de las tristezas, de los fracasos, se queja contra las leyes del universo, protesta porque las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. Entonces, pruebo: “Sólo falta que me quede a dormir”. Entonces, ella me mira cómplice, como quien recuerda una vieja tonada cantada a dúo: “Y ella también probó, y ¿por qué no te quedas? Y él sin mirarla: No, no me lo pidas dos veces”. Reímos, entonces me acerqué y la besé, la acaricié, la envolví, me besó, me abrazó, nos tocamos, nos desvestimos, fuimos descubriendo lo descubierto, lo tan ansiado y consabido, y nos reconocimos, nos volvimos a conocer, nos reencontramos, y ella se abrió y yo la invadí y ella lloró, apenas, y yo continué, y ella se movió debajo de mí, y yo la volví a besar, entonces ella me tomó del rostro y me miro fijo y comenzó a acabar y acabar lentamente, y yo me apuré, y me apuré y me apuré, y terminé en ella, mirándola, sabiendo lo que los dos sabíamos. Me acosté a su lado, ella suspiró. Me miró con ternura. No había amor en sus ojos, pero ya no había desdén. No existía en su mirada ese rechazo incontenible con el que me hería cada vez que posaba sus ojos en los míos.
Se levantó, trajo dos cafés a la cama. Yo estaba confundido, pero tenía una sola certeza. Tomamos el café lentamente, como quien sabe que ese sí es el último café. Mientras sorbía el brebaje caliente, mirando fijamente la pared, sugirió: “Cuando terminemos el café, va a ser mejor que te vayas”.
-Sí, claro, por los chicos… -atiné a responder por delicadeza.
-No, por nosotros, obvio… -dijo melancólica.
Yo terminé el café, me levanté, me vestí. La besé en la boca. Ella hizo un gesto de tristeza. Habíamos repetido una fórmula, pero no había funcionado. Crucé la casa a oscuras y en silencio para no despertar a los chicos. Abrí la puerta. Me subí al auto. Puse las manos en el volante y otra vez me asaltó la certeza de saber que ahora, recién ahora, estaba absoluta, completa, y terriblemente solo. Arranqué. En la radio Silvio Rodríguez cantaba Canción de Invierno. Canté bajito repitiendo certezas: “La angustia es el precio de ser uno mismo”. Y lloré, claro. Como nunca había llorado por ella en los últimos meses.

Publicado en revista Bacanal en el mes de enero de 2012.