lunes, 2 de enero de 2012

Canción de invierno



Martín estaba serio. Visiblemente incómodo. Molesto. “El año que viene no quiero ir más a la escuela”, dijo refunfuñando. Draculita, en cambio, estaba de lo más feliz: “Estoy contenta de que vuelvas a ser el novio de mamá, papi”, anunció segundos antes de que la milanesa intentara asfixiarme y la Flaca se acomodara el pelo detrás de la oreja y con todo el rubor en el rostro le dijera: “¿De dónde sacaste esa tontera, Fiore? Me parece que te está llamando la cama a vos…” Fiorella sonrió y sentenció: “Ah claro, claro, me mandan a dormir porque digo la verdad, ahora”. Martín, también se levanta y avisa: “Mejor yo también me voy”.
Quedamos solos a la mesa, como en los viejos tiempos. Cuando los chicos eran pequeños y después de cenar se entrelazaba una complicidad entre ambos, una felicidad serena, de miradas que decían lo que nuestros labios no se animaban a decir: “¿Estamos haciendo bien las cosas, no, amor?”. Y después llegaban las caricias tiernas, las miradas convidadoras, los besos pretendientes. Y luego, claro, a la cama, donde la felicidad se retorcía primitiva entre las sábanas. Nada, ni siquiera la pasión de los primeros tiempos se asemeja a la forma de hacer el amor de un hombre y una mujer que llevan adelante un matrimonio feliz. Nada se asemeja a esa complicidad, a esa experiencia consabida de los cuerpos, las palabras justas, la intensidad necesaria de las caricias, el conocimiento de los recovecos siempre redescubiertos.
No me pregunten exactamente qué es. Pero hay un gesto en su rostro, un achinamiento en los ojos o la forma en que entreabre los labios que demuestran que la Flaca necesita amor. Comienza a hablar de las tristezas, de los fracasos, se queja contra las leyes del universo, protesta porque las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. Entonces, pruebo: “Sólo falta que me quede a dormir”. Entonces, ella me mira cómplice, como quien recuerda una vieja tonada cantada a dúo: “Y ella también probó, y ¿por qué no te quedas? Y él sin mirarla: No, no me lo pidas dos veces”. Reímos, entonces me acerqué y la besé, la acaricié, la envolví, me besó, me abrazó, nos tocamos, nos desvestimos, fuimos descubriendo lo descubierto, lo tan ansiado y consabido, y nos reconocimos, nos volvimos a conocer, nos reencontramos, y ella se abrió y yo la invadí y ella lloró, apenas, y yo continué, y ella se movió debajo de mí, y yo la volví a besar, entonces ella me tomó del rostro y me miro fijo y comenzó a acabar y acabar lentamente, y yo me apuré, y me apuré y me apuré, y terminé en ella, mirándola, sabiendo lo que los dos sabíamos. Me acosté a su lado, ella suspiró. Me miró con ternura. No había amor en sus ojos, pero ya no había desdén. No existía en su mirada ese rechazo incontenible con el que me hería cada vez que posaba sus ojos en los míos.
Se levantó, trajo dos cafés a la cama. Yo estaba confundido, pero tenía una sola certeza. Tomamos el café lentamente, como quien sabe que ese sí es el último café. Mientras sorbía el brebaje caliente, mirando fijamente la pared, sugirió: “Cuando terminemos el café, va a ser mejor que te vayas”.
-Sí, claro, por los chicos… -atiné a responder por delicadeza.
-No, por nosotros, obvio… -dijo melancólica.
Yo terminé el café, me levanté, me vestí. La besé en la boca. Ella hizo un gesto de tristeza. Habíamos repetido una fórmula, pero no había funcionado. Crucé la casa a oscuras y en silencio para no despertar a los chicos. Abrí la puerta. Me subí al auto. Puse las manos en el volante y otra vez me asaltó la certeza de saber que ahora, recién ahora, estaba absoluta, completa, y terriblemente solo. Arranqué. En la radio Silvio Rodríguez cantaba Canción de Invierno. Canté bajito repitiendo certezas: “La angustia es el precio de ser uno mismo”. Y lloré, claro. Como nunca había llorado por ella en los últimos meses.

Publicado en revista Bacanal en el mes de enero de 2012.