jueves, 26 de diciembre de 2013

La impunidad de las víctimas



No hay mujer más peligrosa. Sin dudas. Sostiene, lacónico, Ezequiel. Parecen buenas, solícitas, serviciales. Sonríen cándidas, inocentes. Despliegan el arte de la ternura como pequeñas Napoleonas de entre casa. Algunas, incluso, ofrecen una entrega tan absoluta que se parece a la sumisión. Serenidad, pasividad, comprensión son sus armas principales. Son mujeres que tienen un síndrome específico, relata, la más sutil de todas las manipulaciones posibles.
“La impunidad de las víctimas”, dispara.
Silencio absoluto.
Ezequiel continúa. Hay minas, dice. Hay minas que eligen ponerse en ese lugar. Son aquellas que argumentan: “Yo soy víctima de esta situación, ergo, tengo derecho a cualquier cosa”. Lo que me harta de alguna manera es la “profesionalización de la victimización”. Van “procurando ser grandes mortificadas para si mortifican, no vayan a acusarlas”, son esas minas que hicieron todo mal en su vida para poder seguir siendo deudoras, para poder seguir reclamando.
Ezequiel respira: Siempre me llamó la atención una escena de la película La decadencia del imperio americano. Dos mujeres están en un gimnasio, y una de ellas le cuenta a la otra que se ha iniciado en prácticas sadomasoquistas. La amiga, anonadada, le pregunta qué placer puede encontrar en el dolor, y Diane le responde: “Vos porque no conocés el poder de las víctimas”.
Sigue en franca diatriba contra el abuso de la victimización. Y Alerta: Hay que tener mucho, cuidado, amigos. Hay que prender todas las antenas y cuando uno escucha el primer: “Claro, eso es porque yo te quiero mucho más que vos a mí”, lejos de sentirse halagados o en ventaja, hagan caso a esa gota fría que les recorre la espalda. Desde allí, reclaman. Desde allí, comienzan a desplegar toda su artillería generadora de culpa que nos obliga, nos compromete, nos encadena. El instinto nos dice que nos tenemos que ir, que debemos huir, pero en ese momento surge una frase brutal: “¿Cómo me voy a rajar así con todo lo que me quiere? ¿Conseguiré otra mujer que me quiera tanto?”.
Ya está, queridos amigos, ya está, sentencia Ezequiel. Es imposible evadirse a esa altura. La culpa que sentimos por no corresponder tamaño amor nos convierte en seres humanos. Ya no somos lo que éramos. Ya no somos esos animalitos instintivos en busca de depositar nuestra alegría en el cuerpo de cuanta mujer que nos guste se nos cruce. Ahora, tenemos que hacernos cargo de que somos victimarios, de que estamos haciendo sufrir a una mujer porque no podemos cumplir sus nobles expectativas. Cuando eso ocurre, ellas tienen ganada la mitad de la guerra. Primero, estamos condenados a una relación larga. Segundo, siempre vamos a sentir una extraña sensación de deuda hacia el amor de la persona en cuestión. Tercero, ella se va a encargar la manera específica de hacernos pagar esa deuda de la forma que mejor le venga en ganas: amor, casamiento, tiempo, fidelidad, dinero, viajes. Cuarto, en el momento menos pensado pasan a la ofensiva y las verdaderas víctimas resultamos siendo nosotros mismos: eso ocurre cuando comenzamos a experimentar la necesidad de su amor y su servicio. Cuando, eso ocurre, claro, es cuando se van con otros…
Mariano calla y otorga.
Yo callo y amago.
Lucas habla y desconcierta: “A mí eso no me va a pasar nunca, porque yo la quiero a Agustina mucho más que ella a mí”.

Ezequiel calla y repasa el Martín Fierro: “Zonzo el crestiano macho cuando el amor lo domina”.

Publicado en revista Bacanal, en el mes de diciembre de 2013

domingo, 24 de noviembre de 2013

Lucas reloaded


Había faltado a un par de reuniones. No contestaba los llamados de teléfono. Ni los mails. Prácticamente, no posteaba en Facebook. Era imposible encontrarlo en los lugares que solía frecuentar: ni el trabajo ni los bares. Ni siquiera a la cancha de River iba. Lucas estaba confinado en Agustinalandia. Nada lo sacaba de allí, nada lo recuperaba, nadie podía sustraerlo del exilio. Pero esa noche, vino. La cita fue en Miramar. La bebida: vino. El menú: tortilla a la española, boquerones, serrano al pimentón, ranas gambas al ajillo y caracoles. El método: socialismo gastronómico. Tema del día: las minas.
Mariano hablaba del amor de su mujer y sus hijos. De dónde irían de vacaciones, de las formas en que el amor se encarama entre los años de matrimonio.
Yo, del placer de descubrir la maldad y el egoísmo en el sexo. De cómo se puede aumentar el goce con la frialdad de quien tiene los sentimientos muertos y puede manipular a la partenaire. “Incluso, eso parece gustarle aún más a las mujeres”, sostuve.
Ezequiel, de la importancia de cuidar las municiones después de los cuarenta, de la necesidad de seleccionar, de reflexionar sobre cuándo vale la pena ejercer el instinto. Y reconoció: “El matrimonio occidental tiene cierta sabiduría. Cuando uno empieza a cansarse, ya tiene un contrato de acompañamiento realizado. Debería empezar a pensar en casarme. El pequeño detalle es que no sé con quién…”
Lucas, pasaba el pan por el huevo de la tortilla babé en el plato.
Mariano sostenía que envejecer feliz al lado de la mujer que siempre se amó es un premio que la vida les da a unos pocos privilegiados. Que la mayoría soporta esa compañía por miedo a morir sólo como un perro abandonado en una cama de hospital.
Yo, reivindicaba mi derecho a divertirme un rato, a disfrutar sin culpa y sin densidades de la vida sin amor. Del derecho a que el sexo sea apenas algo más que un deporte.
Ezequiel especulaba con la conveniencia de la edad de su futura mujer. No debía ser ni muy jovencita para que lo abandone en la próxima década por un mancebo. Ni demasiado madura sin tiempo para niños y esas correrías. También sopesaba las virtudes de una jovencita a quien “poder moldear” –vieja ambición inefable e imposible de todo hombre- en contraposición a una mujer “hecha” a la que no hay que explicarle nada. Más allá de la edad, lo único que quería evitar Ezequiel era que se tratara del terror de todo varón que se precie: una loca.
Lucas levantó la mirada y cual Zaratustra recién bajado del monte, sentenció: “A nuestra edad el hombre ha muerto”. Y ante nuestra atónita mirada, con rostro circunspecto, se llevó una pata de rana a la boca con las manos.
“Avivensén”, dijo omnisabiondo. “Después de los cuarenta, ya no somos más hombres”, repitió. Y ante el silencio trémulo de los comensales, Lucas profundizó: “La crisis que atravesamos después de los cuarenta años es que ya no sentimos placer cuando cogemos. Ya no nos satisface el mero hecho deportivo como antes. Ahora hacemos el amor como las mujeres. Necesitamos diálogo, contención, reconocimiento, compartir el deseo. Necesitamos que nos deseen para desearlas. Ya no podemos hacerlo como machos cabríos, necesitamos la variable de la ternura. Mariano lo supo siempre; yo no lo sabía hasta que pude encontrarme profundamente con Agustina. Ustedes dos –por Ezequiel y por mí- todavía están en la etapa precámbrica del sexo. Creen que todo es pirueta y malabarismo”.

Se hizo un silencio en la mesa. Ezequiel musitó: “Bah, la fe de los conversos…” Mariano sonrió envanecido, después de todo el nunca había sido un hombre. Yo lo miré a Lucas y le reproché: “Pasame las ranas que te las estás morfando todas vos, Zaratustra de Balvanera”.  

Publicado en la revista Bacanal, en el mes de noviembre de 2013.

jueves, 24 de octubre de 2013

Ana quiere jugar



Sabe que es la más linda de la mesa. Pero sabe algo más. Se sabe las más polvorita. Se sienta sobre la punta de la silla, atacando sobre la mesa y con la cintura quebrada:
-Todo es conversable… - dice cocorita, después de un par de tragos.
Es de noche. La cena es un restaurante tradicional de Buenos Aires. Esos de comida porteña, con aspiraciones de antigua elegancia, con toques art nouveau alemán y mozos con más de 30 años de experiencia. El menú no posee desviaciones poéticas. No tiene lluvias ni colchones ni finos toques de estrellas. Y además, uno puede homenajear al pueblo de Göethe untando un buen leberwurst en pan oscuro y luego disfrutar de un goulash de ciervo con spaetzle. En la mesa hay un juez de cámara, un fiscal, un constitucionalista, un par de abogadas y yo.
Estoy sentado a la izquierda del juez. Bueno, salvo algunas contadas excepciones es muy difícil poder sentarse a la derecha de un juez. Ella está frente a mí, me refiero a Ana, claro. Pero le habla siempre al juez. Se entiende. Es la presa grande. Ella tiene treinta y algo. Es castaña, de piel blanca, ojitos vivos y achinados, con una sonrisa encantadora y una voz chilloncita que por momentos da una idea de lo insoportable que debe ser cuando se enoja. El juez tiene alrededor de 50, es canoso, delgado, bien puesto, con un traje que no debe bajar de los diez mil pesos. Yo a su lado parezco el chaperón del rey.
-Bueno, hay que verla a la chica en cuestión… Si me gusta no tengo problemas –aclara Ana- y lo mira desafiante al Juez.
Se lo nota nervioso. Pero entusiasmado. Como un animal ganador sabe que su presa/cazadora lo ha elegido. Yo, a su lado, parezco transparente. Y Ana crece. Habla, provoca, seduce, chichonea y sentencia.
-El sexo es como Disneylandia… Si te lo tomás en serio es sólo cartón pintado, pero si entrás en el mundo de la fantasía, es maravilloso.
El juez se ríe de buena gana: “¿Cómo es eso? Repetímelo, por favor…” Ana lo repite con sonrisa picarona. Las otras dos mujeres se sienten incómodas, intentan terciar, decir algo que quite la atención de la mesa a Ana. Pero es imposible. Yo ensayo un bocadillo original y creativo. Ana me clava la mirada y no me dirige la palabra. Me siento transparente y me recuesto contra el respaldo de la silla, vencido. El juez, sabedor de que tiene compañía para la noche, apura la cuenta.
La calle Libertad esta fría como pocas veces en primavera. Formamos un grupo en círculo, donde empiezan las despedidas. Ana sorprende: “¿Estás con auto? –me pregunta- Vas para Palermo ¿me llevás?”. Me quedo petrificado y por instinto miro al juez confuso. “Bueno, sí, claro”.

En el auto hablamos de un par de pavadas. Hasta que llegamos a la puerta de la casa de ella. Un callejón oscuro y solitario. Ella me mira y me dice: “Sos bonito, a pesar de todo…” La vuelvo a mirar sorprendido. “Pero vos… El Juez…”, balbuceo. Se ríe. “No me gustan los pavos reales. Siempre me gustaste vos”, y en un mismo momento me come la boca y lleva su mano a mi miembro. Yo me quedo quieto, absolutamente pasivo. Ella hace todo el trabajo. Me mete su lengua en la boca, me muerde los labios, me desnuda a medias, me acaricia y me lleva a su boca. Yo atino a gemir, a disfrutar y a acariciarle el pelo. Ana sigue. Es perfecta. La mezcla exacta entre presión y ternura. Empiezo a jadear y ella sigue. Yo, finalmente, me siento en Disneylandia. Ella levanta la cabeza y sonríe. Como si fuera la dueña del parque de diversiones.

Publicado en revista Bacanal en el mes de octubre de 2013.

lunes, 2 de septiembre de 2013

La elegida



Lucas está demacrado. Ezequiel no para de reírse. Mariano pone cara de circunstancia. La mesa está repleta de entradas. Un calefactor repara del frío. Ellos están en la vereda de la cantina Los Amigos, en Villa Crespo. Llego abrigado hasta los dientes por causa del frío polar.
-¿Qué pasa que tienen esas caras?
Ezequiel se ríe y lo señala a Lucas:
-Contale, contale…
Lucas hace un gesto de molestia. Mariano se rasca la cabeza y sube los hombros y la ceja en un gesto que tiene algo de incertidumbre, un poco de preocupación y mucho de diversión. La escena se interrumpe por los morrones fritos, la tortilla y los buñuelos de acelga. El mozo pregunta por el River de Ramón, no sin cierta sorna en la mirada. Y nos quedamos solos protestando por la tardanza en ser autorizados de Mora y Teo Gutiérrez. Ezequiel se embala y dice que no puede entender como un jugador de primera no sabe que tiene que pasarle la pelota a otro jugador con la misma camiseta… Mariano lo interrumpe y protesta porque hay jugadores que corren veinte metros con la pelota y la tiran dos metros larga para que la termine tomando con facilidad el “zaguero”… “Zaguero, dijo, el premoderno”, lo corta Lucas riéndose por primera vez en la noche.
Se hace un silencio. Pedimos otra botella de vino tinto. Y llega el pollo al limón, la especialidad de la casa. Un clásico. Se produce un silencio aviar de unos minutos hasta que rompo el mutismo y pregunto:
-Bueno, dale, ¿me vas a decir qué pasó? ¿Problemas con las elecciones?
Lucas agacha la cabeza. Parece vencido. No es el Lucas arrogante, seguro, avasallador de siempre. En la mirada tiene un dejo de ansiedad, la tensión constante de todo tipo que anhela. Los labios los lleva apretados, las manos inquietas. No hay maldad en su rictus. Ha cambiado, incluso, ese breve levantamiento del labio superior que lo hace tan desagradable por momentos. Va a hablar y se detiene. Ezequiel lo espera gozándolo. Lucas abre los labios y anuncia:
-Me enamoré.
Y Ezequiel vuelve a cagarse de risa incontenible. Mariano se ríe nervioso. Y yo escupo el vino que había tomado. Salpicándome los brazos y el pantalón.
-¿Lo qué?- pregunto burlón- ¿que te qué…?
-Me enamoré –repite- la conferencia de tu madre, dejá de cagarte de risa. ¿Qué? ¿No tengo derecho?
-Guarda con el Fierecillo domado- se ríe Ezequiel.
-Bueno, qué se yo contame… ¿imagino que es una de esas tantas hijas de puta con las que había que ser un Maquiavelo in love?
-No, Agustina, es distinta…
-Ah, Agustina…
-Si, una piba divina, tiene 25 años, una dulzura.
-Ah, una dulzura…
-Sí, la conocí en la Cámara… es la secretaria de prensa de un diputado de la banca contraria, pero es divina la flaca. No es una belleza absoluta, pero no sé, me enamoró… tiene esa belleza típica de las mujeres que enamoran…
-Un bagarto, bah…- dice Mariano más preocupado por el pollo que por la nueva situación  sentimental de Lucas.
Lucas lo mira seco. Mariano se queda petrificado con el tenedor a unos centímetros de su boca. “Bueh, perdoná, no quería ofender a la reina de Inglaterra, che”, protesta. “¡Es que vos también! Te metés con la futura madre de sus hijos”, tercia Ezequiel. “Ojalá, dice Lucas, ojalá. Ya lo hemos charlado, inclusive”.
Silencio absoluto.
Hondo silencio. Tensa calma.
-Por ahí nos casamos…
La mesa es una hecatombe. Ezequiel, Mariano y yo cruzamos frenéticas miradas. Mariano rompe el momento de estupefacción y sentencia:
-¿No estás muy boludo, Lucas?
Lucas, se levanta enojado y responde:
-Pero, por favor, ustedes qué saben del amor…

Nosotros reímos.

Publicado en Revista Bacanal, en el mes de septiembre de 2013.

domingo, 4 de agosto de 2013

Licantropía



El Enzo afiló las orejas y miró hacia la puerta con curiosidad. Tensó su cuello como una animal al acecho y diez segundos después sonó el timbre del departamento. Abro la puerta distraído, y estaba ella paradita con sus rulitos castaños, su mirada dulcísima y sus dos pequitas en la mejilla izquierda.
-Irina- pronuncio sonriente.
-Hola- responde- y hace un silencio emocionada, mirándome a los ojos.
La invito a pasar, se sienta en una silla a la mesa y el Enzo no tarda más que unos segundos en ir a reclamarle mimos. Tiene una gran percepción mi gato. Sabe cuándo y cuánto le gusta una mujer a su dueño, o sea, a mí. Le hace cara, le ronronea, le achina los ojos. Irina le habla con una ternura irreproducible y allí están ellos dos a sus ansias.
-¿Qué estás escuchando?- pregunta. Y le respondo que unos viejos discos de música francesa, “ideales para un sábado de frío a la tarde”.
-Ah, me encantaría vivir en París -dice con voz de Alicia en el país de las Maravillas-. Un par de años al menos. Me imagino una ciudad tan encantadora. No sé, me imagino esos inviernos nevados, viéndolos desde la buhardilla de un viejo edificio con un hombre a mi lado, haciéndonos el amor durante horas y horas. No sé, me imagino trabajando allá en algo referido al arte, no sé, algo así…
Ella suspira, la miro con ternura. Es reconfortante ver a alguien con ilusiones, pienso. Y en ese momento siento la hiel del resentimiento en la boca del estómago. “Son boludeces románticas”, Irina, le digo. “París es una ciudad insoportable como cualquier otra”. Me pregunta si fui. Le respondo que sí, le cuento. Hasta que ella, después de charlar un rato, hace un silencio:
-Bueno, en realidad, vine a despedirme –anuncia-. Me puse de novia hace unos meses con un chico y me mudo. Se me vencía el alquiler… y bueno, lo fuimos pensando… y vamos a probar de ir a vivir juntos… que se yo, ver qué onda… ¿vos qué pensás?
Hago un silencio. Siento otra vez la acidez de la angustia en el pecho. La miro. Pienso en por qué, en qué necesidad tiene de echarme en cara su felicidad de adolescente. La vuelvo a mirar y no hay maldad en su rostro; apenas la leve melancolía de quien hubiera querido estar conmigo. Pienso en qué responderle. Si lastimarla o dejarla pasar. Dudo qué decir para lastimarla más.
-No seas ingenua, Irina, si sabés que no va a funcionar –comienzo- vos necesitás un hombre, no un nene…
Ella me mira fijo. Hay inocencia en sus ojos. Dispuesto a arruinarle la vida por un rato, me le acerco. No comprende mi jugada. Ella se levanta de su silla, se acomoda contra la mesa sin dejar de mirarme. La tomo de la pera. La beso. Ella dice que no, pero queriendo. Se queja, dice que no tiene sentido. La sigo besando, la empiezo a tocar. Me abraza y dice que no debería estar haciendo esto. Le toco los pechos, comienza a excitarse. La subo a la mesa. La aprieto contra mi cuerpo. En ese momento me doy cuenta de mi erección. No el amor, no es la excitación, no es el deseo de sexo repentino el que me produce la erección. Es la hijoputez la que me mueve. El simple deseo de arruinarle la vida un rato. Ella me besa ajena a mi desprecio. Me dice que sí, que sí. Le corro la bombacha, la penetro, me empiezo a mover dentro de ella. Empieza a gemir,  gozar, se aferra a mi espalda, me dice que me quiere, que siempre me quiso. Yo empujo y empujo y empujo. Ella comienza a gritar de placer. Yo, a acabar de maldad. Te vas a ir con otro, sí. Pero bien usada, chiquita.
Ella se arregla la ropa y el pelo. Me mira con ojos dulces, inocentes. Sonríe: “¿Qué vamos a hacer ahora después de esto?”, me pregunta. La miro y le contesto frío:
-Nada, vos te vas a ir con tu noviecito…
Ella algo comprende porque los ojos se le llenan de lágrimas. Pero no alcanza a llorar. Me doy cuenta de que no quiere darme el gusto. Antes de cerrar la puerta, siento su voz que me reprocha: “Yo no quería creerlo, pero al final me demostraste que sos un hijo de puta”. Cierro la puerta despacio. Apoyo mis espaldas contra la puerta de madera. Siento una ligera sensación de bienestar. Por primera vez en mucho tiempo me permito el derecho a ser un hijo de puta antes que una víctima. Irina se aleja de la puerta. Y me sobreviene el cansancio del hombre que se recupera después de haberse convertido en lobo una noche de luna llena.


Publicado en Revista Bacanal, en el mes de julio de 2013.

viernes, 5 de julio de 2013

El amor es simple



Mariano sostiene que cortar un buen salame quintero es todo un arte. Que si uno va a comer un embutido tipo Milán comprado en cualquier supermercado no importa ni la forma ni el corte ni la predisposición espiritual con la que hay que hacer el feteado.
Mariano sostiene que una picada con un amigo de toda la vida, como nos consideramos ambos, no puede hacerse con jamón crudo “cualunque” sino que amerita, al menos, una pata de buen bellota importado, amarrada a la prensa. Que la lonja no puede ser demasiado larga ni extremadamente delgada. Con un cuchillo breve, Mariano troncha el jamón y ofrece piezas precisas: entre cinco y diez centímetros cuadrados y de un grosor que vaya afinándose desde una base que obligue a usar los dientes para desgarrarlo y que hacia el final se vuelva casi transparente.
Mariano sostiene que un jamón cortado a la máquina impide imaginar la alimentación del animal, sus tensiones, sus convicciones. Y que los amigos no están para compartir papel de cerdo, sino para vivir juntos la aventura de desmenuzar la nobleza de un animal.
Mientras yo preparo un Amargo Obrero con soda, él termina de filetear la pata y ofrece las lonjas en un plato de madera herido por muescas de viejos asados al pie de la parrilla.
Sostiene Mariano que el salame quintero no se corta en rodajas. Que él aprendió hace unos años la pericia en una carneada de un campo de Mercedes. Que el corte debe ser longitudinal para poder apreciar la calidad de la pieza, el rumor rojizo del cerdo entremezclado con la blancura inquietante de la grasa, el aterrado trabajo del pimentón con el verde amenazante de la pimienta escondida a la sombra de la oscura corteza. Por eso, Mariano, hace cortes a lo largo. Primero despunta el salame y luego comienza a hendir el cuchillo en diagonal hasta lograr lonjas largas que desnudan su punto exacto con el sudor de su pulpa.
Sostiene Mariano que en la vida hay cosas complejas que merecen todo nuestro respeto. Que el nombre “salame” no ayuda a comprender la complejidad conceptual de imaginar que un cerdo que camina puede convertirse en una pieza exquisita si se troncha su carne, se la condimenta y se introduce en una tripa. Que el anónimo héroe gastronómico que miró a un animal e imaginó el embutido final no se merece que su invento sea llamado despectivamente “salame”. Porque si uno ve rodar una piedra tarde o temprano conceptualiza la rueda, pero que cualquiera de nosotros podría pasarse millones de años mirando un cerdo y jamás llegaría al concepto “salame”.
Sostiene Mariano que las cosas complejas lo apasionan y que le sirven para enriquecer las cosas sencillas que tiene la vida. En una taza de café hay miles de años de cultura, en un automóvil hay millones de años de inteligencia acumulada, de emociones estéticas puestas al servicio del diseño. Pensá en este vaso, me dice, se conjugan la arena y el fuego, la paciencia infinita del artesano, la precisa rutina de la maquinaria, la decisión del color, la forma, los relieves que impiden que se te deslice por la mano.
-Mariano, querido, si te tomás tanto trabajo para analizar un vaso, imagino lo que te debe costar cuestiones más complejas como las relaciones humanas, la amistad, el amor…
Mariano hace un gesto de extrañeza, como si no comprendiera lo que le digo:
-¿Qué tiene de complejo el amor? Para el amor sólo hay que estar dispuesto, nomás… Es amarse y dejarse amar y estar todo el tiempo preocupado por el otro, nada más… Mirá yo, llevo 20 años de casado con Maru- dice y levanta los hombros como si no le importara.
Me quedo en silencio, mirándolo. Sonrío. Mirándolo con una mezcla de ironía y admiración. Y algo de envidia.
Mariano sostiene una feta de salame con la palma de la cuchilla. Sin un gesto mínimo, convida:

-Tomá, probá, así dejás de darle tantas vueltas a las cosas, vos… 

Publicado en la Revista Bacanal en el mes de junio de 2013.

domingo, 9 de junio de 2013

Cuarteles de invierno



Sentado en mi sillón de mimbre en el balcón del departamento, con el Enzo mirando atentamente mi quietud, llegué a una determinación: bajar las persianas, salir del mercado. Caía el sol sobre la ciudad, sobre esa interminable marejada de edificios y casas que se pierden hacia el Gran Buenos Aires. Es sábado, atípico. El celular hace horas y horas que no suena y me envuelve un sereno silencio quebrado apenas por algún maullido del gato que pide mimos. Leo Oceano Mar, ese exquisito libro de Alessandro Baricco, el autor de Seda, y en la mesita, donde se ofrece un mate lavado, descansan Novecento, también del escritor italiano, y Glosa, de Juan José Saer, esa novela que en apenas unas cuantas páginas describe como nadie la derrota de aquellos hombres comunes que se quedaron sufriendo la dictadura en silencio, en sus propias casas, en su propios pueblos. Desde el living sobrevivía la música del Adagieto de Mahler.
Por primera vez en muchísimos meses sobreviene en mí una calma parecida a la felicidad. Siempre supe que la lectura, la música y la contemplación eran los caminos ideales a la serenidad del espíritu y para tomar las grandes decisiones que uno tiene que tomar en la vida. “Cuarenta años de vida me encadenan, blanca la testa, viejo el corazón”, como reza el tango, son ya motivo suficiente para aplacar la “bestia”, como la llamaba Jorge Luis Borges, que los hombres llevamos con nosotros a todos lados. Por alguna extraña razón, me vuelve a la mente ciertas imágenes de La muerte en Venecia, de Thomas Mann. Recuerdo esa extraña melancolía que debe haber sentido el protagonista, el malogrado escritor Gustav von Aschenbach, cuando decide quedarse en la ciudad a pesar de la peste, sólo para quedarse más cerca de Tadzio, el adolescente objeto de su adoración que simboliza la belleza.
En realidad, entiendo por qué vuelve la novela a mi cabeza: por la música. Mahler es la banda sonora de la película de Luchino Visconti. Y en ese momento comienza a rondarme en la cabeza una idea: ¿Y si paso a cuarteles de invierno? ¿Y si bajo las persianas en el mercado del amor y del sexo? ¿Y si me dedico sencillamente a aquellas cosas que me ofrecen sereno placer? El trabajo, la contemplación, la amistad, los viajes ¿Cuán triste y cobarde puede ser un pase a retiro adelantado? Minimización del daño se llama: a menor expectativa de felicidad, menores daños. Quizás sea una buena solución. No la mejor, pero posiblemente la menos peor de ellas.
Cae el sol. El frío comienza a hacer su trabajo. Decido entrar al living. Enzo me acompaña y se sube al sillón y me mira como dando a entender qué es lo que tengo que hacer. Me siento. Prendo la televisión: miro desinteresado un partido de fútbol y empiezo a repasar mi primer sábado sin expectativas: una buena picadita con un buen vino, un par de capítulos de Games of Thrones  de la tercera temporada que aún no vi y de broche de oro, la pelea de Floyd Mayweather. Después de todo, la soledad no parece ser un mal plan.
Debo reconocer que no me sienta tan mal mi primera noche de “reposo del guerrero”. Llamo a los chicos, hablo con mis viejos, leo, espero con un Malamado en la copa la pelea. Cerca de las once de la noche, suena el celular. Mensaje de texto: “Por ahí no era tan cierto lo que te dije en Mar de las Pampas. Yo, por mí, te volvería a ver… No sé vos… Alejandra”.

Después de un momento de estupidez momentánea, sentí nuevamente la sangre en el cuerpo. El placer de las palpitaciones en la garganta, la sequedad en la boca. Nervioso, la llamo para encontrarnos lo antes posible, si puede esta misma noche. Llamo una vez, no me atiende. Llamo nuevamente, me corta. Llamo una tercera vez, su celular da apagado. Las odio. A Alejandra, claro, y a la vida misma. 

sábado, 4 de mayo de 2013

Llegar a viejo




-No, bueno, no es joda…- sentenció Lucas, mientras removía las brasas de la parrilla.
-Y… No- acompañó Mariano.
Ezequiel meneó la cabeza, sonriente, y se llevó una mano al cabello. Oscuro, moruno, abundante, con muy pocas canas, apenas tiradas con gomera.
-Me di cuenta en las vacaciones: la segunda noche sentí que me picaba mucho, la cabeza, que me ardía el cuero cabelludo y no entendía por qué… -relato, mientras Ezequiel vuelve a sonreír- No podía entender bien qué era. Hasta que me avivé al día siguiente. Tenía toda la cabeza prendida fuego. El sol me había quemado todo el marote. Al principio no podía creerlo. Era la primera vez que me pasaba en la vida. Yo no me noto menos pelo, pero se ve que cuando entraba al mar y se me mojaba, eso dejaba entrar los rayos solares y me mataron…
-Bienvenido al mundo de los pocos pelos –me arenga Lucas- que lleva el cabello muy cortito para disimular la calvicie natural en la voluntaria.
 Chorizos de cerdo del frigorífico que provee a la Quita de Olivos, morcillas vascas –con nueces y pasas de uva-, vino tinto patagónico y pan de campo. Mariano sostiene que los triglicéridos de acá, el colesterol de allá, que “no le pongas mucha sal” que anda con “unos problemitas de presión”.
-¿Te hiciste ver?- me preocupo.
-En eso estoy, en los últimos estudios me dio una constante de 15-9 de presión y los médicos están preocupados. Me tengo que hacer un electrocardiograma y estudio de las coronarias. Ahora resulta que tengo que salir a caminar todos los días porque eso me hace bien no sé bien para qué corno.
-Tené cuidado que ya entramos en edad de ACV- sonríe Lucas malicioso, antes de ir a buscar las mollejas doradas y los ajos caramelizados.
La mesa es un banquete romano. De fondo está la televisión con un partido de Racing y un disco de 34 puñaladas que puso Lucas, dueño de casa y fanático del tango en todas sus expresiones. Finalmente, llega el plato fuerte: una bondiola de cerdo rellena de panceta, muzzarella y ciruelas.
-Pero, yo creo Lucas que vos no deberías raparte todo. Es al dope, hermano. Por ahí si te dejás crecer los pelos disimulás más…
-No, dejate de joder, hermano, ¿qué querés que parezca Bianchi? No, yo me corto al ras para no parecer el profesor chiflado…
La bondiola es una exquisitez. Unas papas fritas a la provenzal hacen de ensalada a falta de mujeres. Racing hace un gol, y se producen los comentarios de siempre. Hasta que Ezequiel cambia de tema súbito:
-Che ¿y Viagra probaron?
-Eh… No… Bah, yo no necesito…-contestamos los tres torpemente.
-Sí, vos ya sé que no necesitás- me dice el muy boludo haciéndose el canchero- Pero no lo digo por necesidad… si no por probar nomás… Parece que fuera de otro, de verdad, se los recomiendo. Al otro día te duele un poco la cabeza, pero es una experiencia mundial…
-No, bueno, a mí no creo que me convenga –dice Mariano- Con este temita de la presión…
-Bueno, pero podés probar con el Viagra Chino, es más natural y no tiene contraindicaciones…
-¿Y vos cómo sabés?- repregunta Mariano.
-No sé, me dijeron qué se yo…
-No, no, mejor no, dejame con lo natural, a mí- cierra Mariano- Eso que lo usen los que lo necesitan como Ezequiel.
-Che, y al dentadura ¿qué onda?- pregunto.
-Ah bien, yo me hice un par de implantes. Fabuloso- asegura Ezequiel mostrando los dientes recién adquiridos.
-Yo me tengo que sacar dos muelas- protesta Mariano.
Lucas sirve más vino y refunfuña:
-Así no se puede, muchachos… ¿Se acuerdan cuando nos juntábamos a hablar de minas?
-Y… No… Bueno, es que no es joda- digo meneando la cabeza y chistando hacia a un costado. 

Publicado en Bacanal, en mayo de 2013.

jueves, 4 de abril de 2013

Tango del Final




Y, finalmente, llega el día en que todo se desmorona. En el que tenés tanta soledad en el alma que si te falta uno más ya no entra nadie más, como decía Macedonio Fernández. Y se trata de una soledad desolada y nada concurrida, sin el santuario de la nostalgia, con rostros de nadie y con adioses de hace tiempo.
Y, finalmente, llega el día de la derrota más absoluta, más temida, más anunciada. Llega el día, o la noche, perdón, en que te quedás solo, absolutamente solo, y nadie te acompaña ya ni en tu desesperación ni en tu soledad. Y devenís apenas en los restos de lo que fuiste alguna vez. Mirás tu reloj, tus manos agrietadas por el paso de los años, y te das cuenta que ya todo empieza a morir. Que todo tiene gusto a pan mustio. A humareda mojada.
Domingo a la noche. Los chicos no quieren ir a comer hamburguesas. Quieren volver rápido a la casa de la flaca. La llamo, le explico. Le digo que ni siquiera quieren ir a Mc Donald´s, que se los llevo antes. Intenta una excusa, protesta, pero acepta: “Ta bien, ta bien, traelos”. Y me nombra. Es decir. Pronuncia mi nombre completo. Cargo a los pibes en el auto y enfilo para mi vieja casa. A Martín le da por leer todos los carteles luminosos como un autómata. Y a Draculita por jugar al reloj telefónico y repite sin cesar: “20 horas, 16 minutos, 30 segundos, pi pi pi,  20 horas, 16 minutos, 40 segundos, pi pi pi, 20 horas, 16 minutos, 50 segundos, pi pi pi”. Y yo siento que entre los dos me van a hacer estallar la cabeza como en aquella vieja película Scanners, de David Cronenberg.
Llegamos. Le sonrío inocente a la flaca. Mi mira con cierta tristeza. Saluda a los chicos con todo el amor que les tiene y los manda adentro. No me da un beso. Y cierra la puerta. Quedamos frente a frente en la vereda. Se produce un silencio molesto. Baja la mirada, y chista bajito.
-Nada, que te lo quiero decir yo, antes que te enteres por los chicos o por alguien más…
Terminó de pronunciar la palabra “más” y yo sentí que todos los muertos de mi pasado me arrancaban el pecho con sus dientes desafilados. Me llevé la mano derecha a la nuca, me arañé, sentí que la congoja me asaltaba la boca, que se me erizaba la piel, que tenía ganas de llorar como cuando éramos chicos y nos perdíamos en el mercado. Me habló de él, claro, del otro. De su nueva pareja, de que estaban muy bien y de que quería compartirlo conmigo. La noté feliz, angustiada por el momento, pero dichosa. Mientras ella hablaba, yo pensaba que tendría que haberme dado cuenta antes, cuando se cortó el pelo y se dejó la melenita que le quedaba tan linda. Ella hizo un punto y aparte y se quedó esperando mi respuesta. La miré y con mi mayor resentimiento, le escupí:
-Me cagaste, flaca… Ahora sí que me abandonaste… me cambiaste por un pendejo…
-Por favor, no seas así… -apeló ella- No me la hagas más difícil… Hace más de dos años que estamos separados, ya…
La volví a mirar. Pensé en los años felices. En los chicos. Recordé que la flaca era la mujer más entera que había conocido en mi vida y, quizás, la que más me había querido. Ya no me quedaban ni el rencor ni el odio para esconderme con cobardía. La miré a los ojos y le susurré:
-Perdoname, flaca…
Ella, con los ojos llorosos, (pero radiante) me contestó:
-Perdoname, vos… Te juro que yo soy la que menos quiso que esto terminara así…
Menee la cabeza e hice un gesto con la cara de “ya está, ya nada importa”. Me di vuelta y comencé a caminar hasta la parada del colectivo. Anduve dos cuadras a pie y no tenía fuerzas ni siquiera para quejarme de que la flaca, mi flaca, la mujer de mi vida, ahora fuera de otro tipo. Estaba vencido como aquel que acaba de descubrir todas las verdades de este mundo. Y no me unía al paisaje sino la solidaridad de una despedida con todas las cosas a mí alrededor. Apoyado en el caño de la parada descubrí que ya nunca más iba a poder ser feliz en toda mi existencia. Cuando aparecieron las luces del bondi me di cuenta, además, que era un boludo, que me había olvidado de que había ido en coche. Volví sobre mis pasos. Y, como era de esperar, comenzó a caer la primera garúa fría del otoño.

Publicado en Revista Bacanal, en abril de 2013.

domingo, 17 de marzo de 2013

Los peligros de Internet




Lo peor de internet es que muestra a las personas tal cual son. O tal cual quieren ser, que es exactamente lo mismo. Porque en todo juego de seducción, los primeros días, uno no se muestra como es si no como quiere ser. Es por eso que la seducción siempre me pareció artificial y vanidosa. Y efímera. Es más, el principal enemigo del amor verdadero es la seducción porque engaña a los participantes, quienes rápidamente, cuando comienzan a sospechar el engaño, empiezan a reclamar la indemnización pertinente. O, al menos, que le devuelvan a la persona que conocieron durante las primeras citas. Es más, Lucas –con quien estamos almorzando en Bodega del Fin del Mundo en este viernes lluvioso de verano- sostiene que hay que evitar la seducción de cualquier manera. Primero, porque la mujer apenas se da cuenta de que la queremos seducir –salvo que sea una neófita o una acomplejada, dice él- comienza a perder interés en el cortejante. Segundo, porque la seducción es inmoral, es un fraude, una mascarada, una torpeza. Tercero, porque hay una ley que dispone lo siguiente: Aquello que una persona hace para seducir a otra es lo primero que va a dejar de hacer en cuanto logra su objetivo. Por ejemplo: Si una mujer se muestra dispuesta a hacer sexo oral la primera noche sin nada a cambio es lo primero que va a dejar de hacerte, apenas sienta que ya sos de ella, sentencia Lucas. Por lo tanto –continúa- nunca te muestres en la primera salida tu capacidad para escucharlas o contenerlas… Porque te va a romper las guindas por el resto de tu vida pidiéndote que la escuches, que la comprendas, que la contengas.
Internet hace más difícil esta teoría Lucasiana porque, además, el anonimato, la falta del cuerpo a cuerpo nos permite elaborar cualquier tipo de mentiras verdaderas que, seguramente, después nos sentiremos y se sentirán en condición de reclamar cumplimiento. La mayoría de los hombres y mujeres no somos conscientes de que la seducción es un contrato tácito que todos rompemos con absoluta impunidad. Por eso, entre otras cosas, es que soy un convencido de que hay que mover la menor cantidad de válvulas de seducción posibles para entablar una relación duradera –por los menos más de un mes- con otra persona.
Pero no sólo por una cuestión de engaños Internet es un peligro. Agustina es castaña, de pelo ondulado, de ojos marrones. Bajita y barullera. Simpática, entradora, cariñosa en su forma de gestualizar. Nos conocimos luego de comentar ambos en el perfil de Facebook de un escritor literario relativamente conocido. Y nos citamos en un bar después de varias semanas de chatear. No es fácil conocerse. Pasar de lo virtual, de la imaginación y la fantasía, a la realidad. Pero debo reconocer que Agustina era un primor. Buena conversación, amena, inteligente, bonita, madura, tenía seis años menos que yo y un hijo de una relación terminada antes de comenzar. La primera señal de que no todo andaba bien fue la energía con que me tomó la mano en la mesa. Confianzuda, pero tan agradable con su sonrisa, que acepté el mimo sereno.
Juro que estaba encantado con ella. Cuando subió al auto estaba resplandeciente. Tenía un humor delicado e irónico. Pero mirarla sonreír era como contemplar un amanecer en el río. Una promesa. Sin embargo ella no quería ser eso. Quería ser presente. Y se apuró. Comenzamos a besarnos en el auto en la puerta de su casa. Estaba a punto de sugerirle que me invitara a su departamento, cuando ella cometió un gran error. Me miro y me dijo: “Yo siento que ya te amo ¿vos no?”. La miré y le dije con cierto desprecio:
-Y… No…
No volvimos a cruzarnos en el Facebook.

Publicado en Revista Bacanal, mes de marzo. 

martes, 1 de enero de 2013

La guerra de las vacaciones





-Explicame por qué razón vos podés llevarte sola a los chicos de vacaciones donde se te cante y yo no… Explicámelo, a ver, explicámeló…
La flaca gimoteaba. Odio cuando las mujeres utilizan el arma del llanto para manipular al adversario. Odio cuando lloran como único argumento cuando se dan cuenta de que se quedan sin razones. Odio cuando lloran sólo para hacerte sentir culpa y hacerte quedar como el hijo de puta de la historia cuando en realidad la que no tienen justificaciones son ellas…
-Vos no entendés, nada… ¿qué te voy a explicar?
-Eso, explicame por qué vos te llevaste a los pibes a la casa de tu hermanito en Punta del Este los últimos dos años y yo sólo pude llevarlos un par de días con mis viejos a la Costa…
-Porque es distinto…
-¿Qué cosa es distinto?
-Es distinto…
-Sí, sí, ya te escuché que “es distinto”… Explicame por qué es diferente que te lo llevés vos de vacaciones a que me los lleve yo…
-Y sí… Porque vos no sabés cuidar a los chicos como yo…
-…
-Eso…
-¿Eso qué? ¿De dónde sacaste eso? ¿Qué sos la madre ejemplar y yo el Petiso Orejudo? ¿Qué me estás, gastando?
-¿Ves que no entendés?
- Entender, entiendo, flaca, lo que pasa es que no comparto un carajo lo que estás diciendo…
-¿Ah, ves? Si te ponés así, no se puede discutir… yo en estos términos no discuto, con insultos, no… Si te ponés en irracional, no hablamos más…
-Yo soy el irracional ¿me estás tomando por boludo, no? No, no, ahora no me vengas a currar con el llanto… ¿No me das una razón de por qué por tercer año consecutivos vos te vas a llevar a los chicos de vacaciones y el irracional soy yo?
-¿Qué querés que te diga? Que los chicos se aburren con tus viejos, ¿eso querés que te diga? Bueno, ahí, lo tenés…
-Perdón, pero ¿de dónde sacaste eso? Si los pibes la pasan bárbaro con mis viejos, se ríen siempre, y vos lo sabés… O sea, cuando tenías que salir con tus amigas y yo laburaba… mis viejos eran geniales… ahora resultan que aburren a Martín y a Draculita…
-…
-Preguntémosle a ellos y listo…
-No, porque no hay que meter en el medio a los chicos…
-Pero si vos los estás metiendo… Estás impidiendo que pasen las vacaciones conmigo…
- Bueno, no sé, dejame pensarlo… Además, yo no sé qué hacer si vos te llevás a los chicos…
-No tengo ni idea, hacé lo que quieras, como hice yo desde dos años. Y me voy porque los chicos me están esperando en el coche… No lo pienses demasiado, porque te vas a dar cuenta de que tengo razón y de que estás siendo injusta… Te los traigo el domingo...
***
-¿Cómo se portaron los chicos?
-Bien, flaca, cómo siempre… la pasaron bárbaro…
-Sí, me imagino, fueron a lo de tus viejos hoy, ¿no? Es que tus viejos son divinos, la verdad…
-…
-No me mirés así… Si sabés que siempre los adoré a tus viejos… Es más, yo siempre me llevé mejor con ellos que vos… Sobre todo con tu viejo…
Enarco una ceja y le pregunto chicanero:
-¿No eran aburridos?
-No, pará, yo dije que los chicos se aburrían, no que tus viejos eran aburridos…
-Bueno, es lo mismo… ¿Pensaste algo?
-Sí, sí, no, nada, que me parece que tenés razón… Que fui injusta con vos, que tenés derecho a llevarte a los chicos con vos y que, bueno, yo tengo que aprender a administrar mi soledad…
-Bueno, no es para tanto… Vos en Punta del Este vas a estar con tus viejos, tus hermanos, sola, sola no vas a estar…
-No, justamente, de eso te quería hablar…
-…
-Es que decidimos con las chicas irnos de vacaciones a Brasil, tipo como un viaje de amigas, ya que vos quisiste llevarte a los chicos, y bueno, pensé que me haría bien descansar un poco y conectarme con mi misma…
-Ajá ¿entonces?
-Nada, pensé que vos podías ayudarme con la tarjeta de crédito para pagar aunque sea el pasaje de avión ¿qué te parece?
-Que no, obvio… Yo mis vacaciones me las pago solito…
La Flaca se soprende. Se queda callada unos segundos y, desencajada, remata:
-¿Ves, ves? No te das cuenta de que sos vos el que ponés palos en la rueda a las cosas. Parece que hacés todo para no hacerte cargo nunca de los chicos en vacaciones… No te bancás mi libertad, eso pasa…
Resoplo, tomo aire, la miro y le sugiero:
-Flaca, hacé lo que se cante, pero a mí no me manipulás más… Andá a robar a los caminos…

Publicado en Revista Bacanal, enero de 2013