No hay mujer más peligrosa. Sin dudas. Sostiene, lacónico,
Ezequiel. Parecen buenas, solícitas, serviciales. Sonríen cándidas, inocentes.
Despliegan el arte de la ternura como pequeñas Napoleonas de entre casa.
Algunas, incluso, ofrecen una entrega tan absoluta que se parece a la sumisión.
Serenidad, pasividad, comprensión son sus armas principales. Son mujeres que
tienen un síndrome específico, relata, la más sutil de todas las manipulaciones
posibles.
“La impunidad de las víctimas”, dispara.
Silencio absoluto.
Ezequiel continúa. Hay minas, dice. Hay minas que eligen
ponerse en ese lugar. Son aquellas que argumentan: “Yo soy víctima de esta
situación, ergo, tengo derecho a cualquier cosa”. Lo que me harta de alguna
manera es la “profesionalización de la victimización”. Van “procurando ser grandes
mortificadas para si mortifican, no vayan a acusarlas”, son esas minas que
hicieron todo mal en su vida para poder seguir siendo deudoras, para poder seguir
reclamando.
Ezequiel respira: Siempre me llamó la atención una escena de
la película La decadencia del imperio americano. Dos mujeres están en un
gimnasio, y una de ellas le cuenta a la otra que se ha iniciado en prácticas
sadomasoquistas. La amiga, anonadada, le pregunta qué placer puede encontrar en
el dolor, y Diane le responde: “Vos porque no conocés el poder de las
víctimas”.
Sigue en franca diatriba contra el abuso de la victimización.
Y Alerta: Hay que tener mucho, cuidado, amigos. Hay que prender todas las
antenas y cuando uno escucha el primer: “Claro, eso es porque yo te quiero
mucho más que vos a mí”, lejos de sentirse halagados o en ventaja, hagan caso a
esa gota fría que les recorre la espalda. Desde allí, reclaman. Desde allí,
comienzan a desplegar toda su artillería generadora de culpa que nos obliga,
nos compromete, nos encadena. El instinto nos dice que nos tenemos que ir, que
debemos huir, pero en ese momento surge una frase brutal: “¿Cómo me voy a rajar
así con todo lo que me quiere? ¿Conseguiré otra mujer que me quiera tanto?”.
Ya está, queridos amigos, ya está, sentencia Ezequiel. Es
imposible evadirse a esa altura. La culpa que sentimos por no corresponder
tamaño amor nos convierte en seres humanos. Ya no somos lo que éramos. Ya no somos
esos animalitos instintivos en busca de depositar nuestra alegría en el cuerpo
de cuanta mujer que nos guste se nos cruce. Ahora, tenemos que hacernos cargo
de que somos victimarios, de que estamos haciendo sufrir a una mujer porque no
podemos cumplir sus nobles expectativas. Cuando eso ocurre, ellas tienen ganada
la mitad de la guerra. Primero, estamos condenados a una relación larga.
Segundo, siempre vamos a sentir una extraña sensación de deuda hacia el amor de
la persona en cuestión. Tercero, ella se va a encargar la manera específica de
hacernos pagar esa deuda de la forma que mejor le venga en ganas: amor,
casamiento, tiempo, fidelidad, dinero, viajes. Cuarto, en el momento menos
pensado pasan a la ofensiva y las verdaderas víctimas resultamos siendo
nosotros mismos: eso ocurre cuando comenzamos a experimentar la necesidad de su
amor y su servicio. Cuando, eso ocurre, claro, es cuando se van con otros…
Mariano calla y otorga.
Yo callo y amago.
Lucas habla y desconcierta: “A mí eso no me va a pasar nunca,
porque yo la quiero a Agustina mucho más que ella a mí”.
Ezequiel calla y repasa el Martín Fierro: “Zonzo el
crestiano macho cuando el amor lo domina”.
Publicado en revista Bacanal, en el mes de diciembre de 2013