domingo, 24 de noviembre de 2013

Lucas reloaded


Había faltado a un par de reuniones. No contestaba los llamados de teléfono. Ni los mails. Prácticamente, no posteaba en Facebook. Era imposible encontrarlo en los lugares que solía frecuentar: ni el trabajo ni los bares. Ni siquiera a la cancha de River iba. Lucas estaba confinado en Agustinalandia. Nada lo sacaba de allí, nada lo recuperaba, nadie podía sustraerlo del exilio. Pero esa noche, vino. La cita fue en Miramar. La bebida: vino. El menú: tortilla a la española, boquerones, serrano al pimentón, ranas gambas al ajillo y caracoles. El método: socialismo gastronómico. Tema del día: las minas.
Mariano hablaba del amor de su mujer y sus hijos. De dónde irían de vacaciones, de las formas en que el amor se encarama entre los años de matrimonio.
Yo, del placer de descubrir la maldad y el egoísmo en el sexo. De cómo se puede aumentar el goce con la frialdad de quien tiene los sentimientos muertos y puede manipular a la partenaire. “Incluso, eso parece gustarle aún más a las mujeres”, sostuve.
Ezequiel, de la importancia de cuidar las municiones después de los cuarenta, de la necesidad de seleccionar, de reflexionar sobre cuándo vale la pena ejercer el instinto. Y reconoció: “El matrimonio occidental tiene cierta sabiduría. Cuando uno empieza a cansarse, ya tiene un contrato de acompañamiento realizado. Debería empezar a pensar en casarme. El pequeño detalle es que no sé con quién…”
Lucas, pasaba el pan por el huevo de la tortilla babé en el plato.
Mariano sostenía que envejecer feliz al lado de la mujer que siempre se amó es un premio que la vida les da a unos pocos privilegiados. Que la mayoría soporta esa compañía por miedo a morir sólo como un perro abandonado en una cama de hospital.
Yo, reivindicaba mi derecho a divertirme un rato, a disfrutar sin culpa y sin densidades de la vida sin amor. Del derecho a que el sexo sea apenas algo más que un deporte.
Ezequiel especulaba con la conveniencia de la edad de su futura mujer. No debía ser ni muy jovencita para que lo abandone en la próxima década por un mancebo. Ni demasiado madura sin tiempo para niños y esas correrías. También sopesaba las virtudes de una jovencita a quien “poder moldear” –vieja ambición inefable e imposible de todo hombre- en contraposición a una mujer “hecha” a la que no hay que explicarle nada. Más allá de la edad, lo único que quería evitar Ezequiel era que se tratara del terror de todo varón que se precie: una loca.
Lucas levantó la mirada y cual Zaratustra recién bajado del monte, sentenció: “A nuestra edad el hombre ha muerto”. Y ante nuestra atónita mirada, con rostro circunspecto, se llevó una pata de rana a la boca con las manos.
“Avivensén”, dijo omnisabiondo. “Después de los cuarenta, ya no somos más hombres”, repitió. Y ante el silencio trémulo de los comensales, Lucas profundizó: “La crisis que atravesamos después de los cuarenta años es que ya no sentimos placer cuando cogemos. Ya no nos satisface el mero hecho deportivo como antes. Ahora hacemos el amor como las mujeres. Necesitamos diálogo, contención, reconocimiento, compartir el deseo. Necesitamos que nos deseen para desearlas. Ya no podemos hacerlo como machos cabríos, necesitamos la variable de la ternura. Mariano lo supo siempre; yo no lo sabía hasta que pude encontrarme profundamente con Agustina. Ustedes dos –por Ezequiel y por mí- todavía están en la etapa precámbrica del sexo. Creen que todo es pirueta y malabarismo”.

Se hizo un silencio en la mesa. Ezequiel musitó: “Bah, la fe de los conversos…” Mariano sonrió envanecido, después de todo el nunca había sido un hombre. Yo lo miré a Lucas y le reproché: “Pasame las ranas que te las estás morfando todas vos, Zaratustra de Balvanera”.  

Publicado en la revista Bacanal, en el mes de noviembre de 2013.